Muchas tardes y mediodías de mi niñez los pasé en «La brasa chigüana», el asadero de mis abuelos. Allá aprendí a jugar dominó, viendo a mi abuelo y a mi padre jugar partidas mientras se extinguía la tarde (quinientos el pase, el tapicú y el cierre; mil el chico, tarifas que casi no han cambiado).
El local era algo así como el «cafe de doña Rosa» de La colmena de Cela, reunía una clientela recurrente y variada del barrio: el grupo de taxistas que se aparcaba en la carrera 27 con calle 25, con los que mi abuelo tomaba tinto y quienes lo despidieron cuando murió con una corona que decía «Taxistas Colsubsidio» o «Taxistas calle 26», don Raul y don Henry (un hincha del Deportivo Cali que tenía una de esas mallas de pepas de madera en el espaldar del taxi) fueron a la funeraria, creo; los actores de telenovelas que iban y venían con la temporada de teatro (la obra más esperada era la anual de Misi de Navidad) y los tramoyistas del Roberto Arias Pérez, que, cuando podían, nos regalaban boletas; los clientes de mi abuelo, que iban a preguntar por algún perito o alguna herencia y los muchos familiares que pasaban de visita, porque mis abuelos vivían en el tercer piso del mismo edificio (en un apartamento en el que mi abuela decía, no sé con cuánta verdad, vivió Pizarro y en el que vi muchas películas alquiladas en Betatonio con mi tía y comí muchas veces donas).
Ese local y ese apartamento fueron para mí como la entrada a lo novelesco, no sé si porque mi hermana y yo no teníamos la custodia de mis padres cuando nos dejaban con mi tía o mis abuelos y todo era más caótico y provocador o si era un valor propio de una Bogotá que me parecía más vieja y más llena de antigüedades y fantasías, incluso el apartamento, más viejo y con muchas más cosas que mi casa, constantemente purgada por mi madre. Hoy ya no está La brasa chigüana, sino «Amanecer literario» (parece un chiste bobo para mí), una librería-papelería en la que compré un libro de Luis Sepúlveda (a quién no he leído), pero ese local y esa calle me siguen invitando a habitar otros mundos.
Este tercer número de Líneas huérfanas es una especie de “amanecer literario” trasnochado, producto también, claro, de ese mundo novelesco del asadero, y una papelería-miscelánea en la que no está Luis Sepúlveda, pero sí un grupo de huérfanos de otras ciudades, otros barrios, otras calles y, por qué no, otros asaderos.
Foto de Maria Luiza Melo tomada de pexels.com