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Apocalipsis

Por: Sofía Guevara

Las campanas han sonado, es el fin.

Todo empezó con el parque La Joie. Se encontraba en el centro del pueblo, era bastante grande y tenía cientos de árboles y flores, siempre había adultos y jóvenes dando paseos por sus caminos y niños columpiándose y jugando a las escondidas. Aquél parque fue por muchos años la vida del pueblo, donde los más pequeños pasaban horas y horas jugando con sus amiguitos y creando aventuras, donde adolescentes podían salir tranquilos y sentarse en una banca a charlar o a descansar, donde los adultos pasaban su tiempo libre leyendo o charlando con vino metido en latas de Coca cola y donde los ancianos podían salir a contemplar todo ello, a contempla a aquello que aman, a contagiarse de la felicidad del ambiente y a alimentar palomas.

Y toda esa vida murió en un incendio de causa desconocida. Afortunadamente, cuando el incendio empezó era de madrugada y había  apenas un par de personas en el parque, no murió nadie además de La joie, que quedó completamente destruido, y, con éste, también se fue un pedacito de la luz del pueblo: luego de que toda la conmoción se acabara y apagaran todo el fuego, todos notaron como el cielo estaba más oscuro, y no era por el humo ni por las nubes.

Aquella pérdida fue un golpe dura para el alcalde más que para cualquier otro habitante de ese pequeño pueblo, porque él había sido parte de la creación del parque, ayudó a poner los columpios y los toboganes y a sembrar algunos árboles, y porque en una de las banquitas de aquél parque había pasado el mejor momento de su vida. Dijo que lo reconstruirían, que volverían a tener su parque de nuevo, pero después del incendio todo el mundo estuvo demasiado ocupado intentando no morir también como para poder ponerse a ello.

 

Porque pocos días después del incendio, en medio de un día extrañamente triste y tedioso, el pueblo perdió su biblioteca. Hubo un problema con el alcantarillado en esa zona y estaban trabajando para arreglarlo, sin embargo, algo hicieron mal y toda el agua residual que estaban intentando desatrancar salió disparada por las tuberías y los inodoros de la biblioteca, inundándola. Y, como la biblioteca era de un solo piso, no se salvó nada,  todos los libros de historia, encuadernados a mano y con miles de cosas importantes se perdieron, al igual que todos los libros de filosofía impresos en siglos pasados y los de cuento, llenos de ilustraciones, que eran los favoritos de la mayor parte del pueblo. Cientos de hermosas palabras, cientos de momentos importantes, cientos de fantasías, cientos de personajes… todo arruinado por una avalancha de agua llena de mierda.

 

Debido a esas dos cosas Esmeralda, la pequeña hija del alcalde, llegó a pensar que tal vez su padre no lograría mantener y mejorar ese pueblito que tanto valía para él, que tanto amaba porque era su hogar.

Y su padre casi que se lo confirmó cuando le dijo que tuvo que ordenar que detuvieran la construcción del teatro del pueblo, que había empezado especialmente porque a su niña le encantaban los musicales y las obras, y ambos siempre habían soñado poder ir juntos, el día que quisieran, a disfrutar de una buena presentación.

Además, tuvieron que posponer también la “reparación” del parque central, de la que se estaba encargando Amelié, la esposa del alcalde y maestra de la escuela pública, porque el suelo había sufrido demasiado daño como para poder plantar nuevamente todos los jardines que lo adornaban, y porque las bancas que tenían, que habían sido pintadas por los niños de la primaria, se habían dañado por completo y ya no estaban a la venta en ningún otro lado.

Y otra cosa extraña estaba ocurriendo: aquella aura de misterio y dolor tan característica de todo cementerio, ese sentimiento de nostalgia y esa extraña presencia de magia negra de la que sólo los niños y los temerosos estaban seguros se hicieron más fuertes, más notorios, para todo el mundo. Como si los muertos quisieran venir a atormentar aún más a los habitantes, a castigarles por algo que no habían hecho, o a reprocharles por todo lo que habían permitido que le sucediera a su pueblito, que los había visto crecer y que había crecido gracias a ellos.

 

Pasaron los días y no ocurrió ningún otro suceso extraño, nada más colapsó ni se perdió, pero el ambiente del pueblo seguía siendo el mismo, cada uno de los 600 habitantes lo sentía, todos sabían que algo andaba mal y tenían una constante sensación de pesadez, de que había algo invisible sobre sus hombros empujándolos para hundirlos. El alcalde también lo sentía, por su puesto, y se veía obligado a ignorarlo, por Esmeralda, que creía en él y en que todo estaría bien, y por Amelié, que estuvo a su lado en la construcción de cada una de las cosas bellas que habían logrado y que dijo quería estarlo en la de todas las cosas que aún eran apenas un sueño.

Era innegable que muchas cosas (y personas) se estaban muriendo, que no podían evitar llorar por las noches al ver cómo había decaído su hogar y al pensar que no podrían hacer nada al respecto, que sentían que habían perdido parte de su identidad y de su propósito. Y Amelié era una de esas personas, aquella oscuridad de todos los días que parecía contener magia o incluso una maldición la había afectado demasiado, consiguió muy fácilmente que ella dejase de ver cualquier tipo de futuro, o de luz, siquiera en su marido. Así es, un poco de oscuridad y de confusión, de magia negra bastaron para acabar con el encanto y con todas las promesas. Y con la esperanza de Esmeralda.

 

Sé que puede sonar ridículo, pero una vez el virus penetra en algún lado, se extiende al resto del pueblo, al resto de la mente, e infecta todo, lo contamina y hace más daño del que uno imaginaría. Empieza un caos que en cuestión de días destruye todo lo bueno que tienes, todo lo que te mantiene vivo. Así que:

 

Las campanas han sonado, es el fin.

Es mi fin.

Porque destruyeron mi alegría

y llenaron de porquería todo lo que quería,

todo lo que me importaba

todo lo que sabía

todo lo que era.

Y la esperanza se fue perdiendo

de a poquititos.

Al igual que todo lo que deseaba

todo lo que soñaba.

Y porque aquello a lo que me aferré

cuando no me quedaba nada

decidió irse.

Quitándome todas las fuerzas para seguir.

Destruyendo todo lo que quedaba de Esmeralda.

Y de mí.

Foto de Tomás Asurmendi tomada de pexels.com

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