Por: Samantha Beltrán Acevedo
Se encontraba sentada en la ventana, la observaba día tras días en aquella posición, hecha un ovillo, sabía que no notaba mis ojos sobre ella a pesar de que volteaba cada tanto para confirmar que no estaba loca: volvía la cabeza con sigilo, temiendo que, en algún punto, si miraba con demasiada prisa, pudiera descubrir a alguien, cosa que, viviendo sola, era prácticamente imposible. Podía pasar horas en aquella ventana, era una anciana desde hacía tiempo, contemplaba la calle como quien busca una razón para existir, me recordaba al gato de la familia anterior que vivía aquí, miraba por la misma ventana durante horas, observaba con tristeza a los pájaros que revoloteaban incesantes, recordándole su miseria hogareña, creo que se divertían frente a su impotencia, estoy seguro. Su rutina de todos los días era exactamente la misma, solía sentarse allí mientras desayunaba, de hecho, lo hacía en cada comida del día, por lo que sabía, trabajaba desde casa así que no salía mucho; miraba al exterior como quien contempla una serie, la melancolía en sus ojos era evidente, estaba rota y, a pesar de que siempre intentaba salir a comprar algo, el desconsuelo le ganaba y terminaba pidiendo domicilios, los esperaba sentada en el sofá, mirando fijo al cofre de madera que le había regalado su madre, temía que se moviera, que huyera; cuando llegaba el domicilio, esperaba que el timbre sonara dos veces antes de abrir, supongo que la idea de que los demás pensaran que realmente estaba haciendo algo la hacía estar un poco más tranquila, reducía la culpa.
No recuerdo con certeza haberla visto feliz en algún punto, el único momento cercano a eso fue cuando se mudó, su cara de esperanza llenaba el lugar de una dicha de la que carecía, ella la devolvió, pero no duró, como siempre, el ambiente la consumió y el dolor la invadió, lloraba durante horas y sin causa, se derrumbaba cuando se miraba en el espejo, no podía soportar su propio reflejo, formaba figuras en el techo que dibujaba con sus pequeñas manos, no hablaba mucho, más bien, no hablaba, solo miraba, todo el tiempo con los ojos azules bien abiertos, incluso en la noche cuando intentaba dormir, sus ojos permanecían abiertos hasta que la oscuridad se cernía alrededor y la obligaba a cerrarlos. Entendía bien que no quisiera hacerlo, seguramente tenía pesadillas, lo sabía porque se movía mientras estaba dormida, daba golpes al viento, se quejaba pasito y se despertaba de la nada, no dormía, las dudas no la dejaban en paz; no sé muy bien a qué se debía su intranquilidad pero quería saberlo, quería ayudar aunque no pudiera del todo, mi única forma de intentarlo era no perturbándola más, intentaba permanecer quieto, sin tocar nada, sin espantar y sin pronunciar palabra, era difícil, me aburría con facilidad pero valía la pena para mantenerla en la tierra por otro rato.
Esperaba que se marchara lo más pronto posible, era muy joven y me dolía ver cómo la oscuridad la consumía lentamente, no había nada que pudiera hacer pero quería que se fuera como lo habían hecho otros antes que ella, las personas que venían a quedarse en el apartamento no solían permanecer por más de seis meses, se iban espantados al sentir la mala vibra del lugar, sabían perfectamente que había algo más grande que ellos controlando cada movimiento, se sentía apenas cruzaban la puerta, el aire era más denso y el olor a azufre era insufrible, en cuanto más tiempo se pasaba en el lugar, más perceptible era, creo que todos ellos pudieron notarlo porque salían, venían otro espacio y al llegar sentían que algo no estaba bien, los del gato se asustaban porque este maullaba en la puerta a altas horas de la noche, rogaba para que se le permitiera salir; pero ella no sale, permanece todo el día aquí y no nota el cambio, ya no ve sus ojeras ni lo gastados que están sus pantalones verdes.
Recuerdo que, al llegar aquí, yo era igual a ella, estaba ilusionado por vivir solo, la sola idea me hacía feliz, sin embargo, cuando empecé a pasar más tiempo aquí, las cosas fueron cambiando, buscaba salir a como diera lugar, no quería mudarme y tener que vivir con mis padres de nuevo, resistí mucho tiempo mientras buscaba otros lugares, curiosamente, cuando llamaba por más información, nadie contestaba, nunca. Empecé a hacerme a la idea de quedarme por otro rato, lo tomaba con tranquilidad, me convencía de que solo era mi cabeza haciéndome un mal chiste, pero, con el tiempo, todo se agravó, contraje una enfermedad y no pude salir más a la calle, venían a traerme medicinas y mercado, pero yo no salía, solo intentaba distraerme y dormía, me moría más cada día mientras el lugar se alimentaba de mi debilidad. Un día, cuando mi enfermera vino, encontró la puerta cerrada y le fue imposible abrir desde fuera, yo no pude pararme de la cama para solucionarlo, estaba demasiado débil, el esfuerzo era excesivo para mi condición; tuve sueños recurrentes en donde intentaba escapar, pero siempre, antes de lograr abrir la puerta, algo o alguien me detenía, despertaba y seguía postrado en cama.
Me arrastraba a la cocina como podía, pero con el paso de los días me quedé sin comida, intentaba llamar por más, pero la voz se me cortaba, mi celular no funcionaba, la pantalla se ponía negra, las llaves no parecían encajar en la puerta, los seguros no se quitaban, lloraba cada vez que lo intentaba. Al inicio lo hacía una vez al día, pero luego, por el hambre, el cansancio y la falta de sueño, solo podía intentarlo una vez a la semana, después de unos tres intentos semanales, mi cuerpo quedó aferrado a la chapa principal pudriéndose, yo lo veía desde la lejanía, también pude ver cómo desapareció al poco tiempo, nunca supe qué se lo llevó, escuchaba pasos y sonidos de gente masticando, pero nunca los veía.
Vi muchas familias y, mientras estaban aquí, me sentía menos solo y con menos miedo, luego llegó ella y empecé a tener temor nuevamente, estaba siendo consumida lentamente mientras yo solo podía observar, tenía miedo de que se quedara para siempre en este limbo, tenía miedo de ver que era lo que se había comido mi cuerpo. Al cabo de unos tres meses, la chica de cabello café empezaba a verse más delgada, a diferencia de mí, podría decir que ella se veía cómoda en la oscuridad, no sentía su miedo, estaba tranquila, era como si se hubiera resignado a morir, como si no le importara o como si en el fondo hubiera estado muerta desde hace mucho más tiempo de lo que ella misma era capaz de recordar. Nunca la vi luchar, solo observaba su columna más doblada, su cabello seco, su notorio cambio de peso, quisiera haberla golpeado para que reaccionara pero era un caso perdido; una mañana despertó y no desayunó, había días en que olvidaba hacerlo pero ese día había sido intencional, se quedó parada mirando su ventana, la abrió, vio pasar las aves y abrió los brazos como si quisiera unirse a su vuelo, intenté detenerla pero mi mano atravesó su cuerpo, no podía tomarla y no lo recordaba.
Después de un rato, la vi sentada en el sofá, había vuelto sin que ni ella ni yo entendiéramos muy bien lo que había pasado, al menos nadie ni nada saldría a buscar su cuerpo, eso me aliviaba. Se sentó mientras miraba el cofre, me senté junto a ella, me miró, se recostó sobre mí y, por fin, pudo cerrar los ojos.
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