Por: Juan Felipe Rivera Pardo
Si alguien nos preguntase en qué universo cinematográfico quisiéramos vivir, seguro muchos contestaríamos que en el conflicto galáctico de Star Wars, o en los bosques truculentos y oscuros de la Blancanieves de Disney, o incluso en un sangriento western de Tarantino. Sin embargo, creo que nadie elegiría vivir en alguno de los filmes de Bergman.
Claro, en el universo bergmaniano no vuelan balas a diestra y siniestra, ni hay brujas malvadas que usen todos sus hechizos para asesinar a jóvenes doncellas, ni enanos variopintos que las acojan, tampoco, claro, hay emisarios del lado oscuro que busquen dominar toda la galaxia. En los mundos de Bergman pasan cosas aparentemente más sencillas. Aunque irónicamente, su película más conocida, el Séptimo sello (1957), es bastante fantasiosa, poniendo en escena un duelo en el que un soldado medieval se juega la vida en una partida de ajedrez con la muerte.
Personalmente no soy un experto en la cinematografía de Bergman, ni he investigado a fondo las simbologías y detalles que hay en ella. Pero sí son universos que al menos disfruto habitar por los 90 minutos que suelen durar. Esa es una de las características que más me agrada, que no necesita valerse de horas y horas para transmitir el mensaje, sino que lo hace de forma sucinta y directa. Tampoco se deshace en efectos especiales o en grandísimos despliegues técnicos. Le bastan unos pocos actores (casi que los mismos actores están en sus grandes películas), unos pocos espacios, e incluso con el blanco y negro logra gran expresividad. Supongo que esa limitación en espacios y personajes le viene de su cercanía con el teatro. Con el color, en cambio, cuando lo conoce en el filme se nota que lo explota de forma inusual, así me lo pareció cuando vi Gritos y susurros (1972), de la que recuerdo, sobre todo, la sensación de encierro que producía una mansión de interiores saturados del color rojo.
El primer contacto que tuve, o tal vez uno de los primeros, que me causó curiosidad, fue la serie documental Bergman’s video (2012) que pasaron por algún canal de televisión. En él, hacían un recorrido digamos temático por la colección de VHS y DVD que guardaba Bergman en su casa de Fårö, la mítica isla donde grabó varias de sus películas. Lo curioso claro, era enterarse de las películas contemporáneas que Bergman le interesaban tanto como para tenerlas en su videoteca. Creo que recuerdo The Blues Brothers (1980) cuando hablan del humor, y tal vez The Piano (1993), cuando hablan del aislamiento. Pero aún más curioso se me hizo ver la casa de Bergman, una cabaña hecha de lustrosa madera sueca, e intentar pensar que había decidido vivir en el mismo lugar en que había filmado sus películas, y no cualquiera de ellas, sino las que, según lo recuerdo, transmitían más la sensación de encierro a la vez que acrecentaban la tensión del conflicto entre los personajes. Ahora que intento buscar información sobre esta serie, descubro que tal vez puedo estar confundiéndola con otro documental, con una temática similar, Tresspassing Bergman, del 2013, en el que varios directores reconocidos van a visitar la cabaña del director sueco y cuentan cómo los influenció. También descubrí que el mismo Bergman hizo dos documentales sobre la isla, Fårö Document, en 1969 y Fårö Document 1979, diez años después. E incluso existe una película de ficción reciente, Bergman Island (2021) ambientada en la isla. Sin embargo, no estoy seguro de si quisiera ver esas otras versiones de la isla, creo que prefiero quedarme con la otra, más verdadera, del universo ficticio que conocí.
Cuando pienso en esa isla, pienso en ese encierro y en Bergman atrapado ahí, por voluntad propia, atravesando invierno y verano, aislado, casi solitario. Y luego pienso en La hora del lobo de 1968, en Vergüenza, también del 68, o en La pasión de Ana de 1969(la cual, acabo de recordar gracias a IMDB, es a color). En mi memoria, esas películas eran justo eso, unos pocos personajes encerrados, no por las paredes, o por el mar que rodeaba la isla, sino por sus pasiones, por algo que llevaban muy adentro que no los dejaba mover, o mejor, no los dejaba mover en otro sentido diferente y los llevaba a estrellarse entre ellos mismos.
Hace algún tiempo, llevado tal vez por esa curiosidad y magnetismo que me producía la cabaña de Fårö, vi el documental Liv and Ingmar (2012). Allí se retrataba justamente la relación, digamos que tanto amorosa como artística, entre Bergman y Liv Ullman, reconstruida a partir del testimonio de la misma actriz. Más que el hecho de enterarme de las infidencias de dicha relación, me sorprendió el hecho de que fuera tan tensa y claustrofóbica y dramática como lo que se veía en los filmes. Liv narraba cómo se habían conocido durante uno de los rodajes (tal vez el de Persona), y habían iniciado una relación a pesar de que él era un hombre mucho mayor y de que ambos estaban casados, y luego vivió con él en su cabaña de Fårö y tuvieron una hija, pero la relación era tan tensa y asfixiante que no lo soportó y se fue y aun así continuó regresando a la isla y a trabajar con Bergman.
Entonces, cuando pienso en qué universo cinematográfico quisiera habitar, pienso en el mundo a blanco y negro de la isla de Fårö, o tal vez solo quisiera vivir en una sofisticada cabaña frente al mar, hecha de fina madera sueca y equipada con una considerable videoteca.
Una nota final: Gracias a Wikipedia, acabo de descubrir que Fårö es tal vez uno de los pocos lugares en el mundo donde la población total se ha reducido con el paso de los años. Parece que ni aun quienes viven allá quieren permanecer.
Imagen de Axelode tomada de Wikimedia Commons