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El cosmos de un cerdito del siglo XXI: entre saberes populares y científicos

Por: Diomedes
@dondiomedes

Gomelos tienen terapeuta
 aquí abajo todo es brujería
“Baño de Ruda”, AlcolyrikoZ

En la Modernidad, la religión católica perdió el monopolio de ser la productora de conocimiento verdadero gracias a una disputa epistemológica con la filosofía que resultó en el fenómeno científico. De esta manera la hegemonía epistemológica, en occidente, recayó en la ciencia, la cual tuvo que soportarse en la filosofía para permitir subsanar sus contradicciones y encontrar una manera de construir conocimiento de manera sólida. De este modo, a finales del siglo XIX y durante el siglo XX, una de las principales preocupaciones epistemológicas en occidente fue qué hace que la ciencia sea ciencia. Popper, Kunh, Feyerabend y otros filósofos de la ciencia se dedicaron a estudiar este fenómeno.

Así, mientras que en el Medioevo los teólogos intentaron describir el mundo a partir de las lógicas cristianas, planteando diferentes explicaciones del mundo material a partir de fenónemos espirituales, durante la Modernidad las explicaciones dejan de basarse en lo espiritual para hacerlo en la razón. Un ejemplo de esto podría tener que ver con la creación del universo: mientras que en la teología medieval se consideraba que el mundo fue creado según la narración del Génesis, posteriormente, con la construcción de la ciencia, se plantea la teoría del Big Bang a partir de algunas ecuaciones de Einstein. Estas dos explicaciones concuerdan en la idea de que el universo tuvo un inicio, pero sus aproximaciones se dan desde lugares diferentes.

Por la rigurosidad epistémica de este paradigma y por la familiaridad producto de la cercanía que tenemos con él, dada por la cultura en que crecimos, consideramos a la ciencia como portadora de conocimiento, incluso cuando desconocemos el proceder de su metodología. Puesto en otras palabras, a pesar de no saber el trasfondo lógico de las matemáticas, consideramos verdaderos y demostrables todos sus enunciados; a pesar de no tener conocimientos sólidos en física moderna, solemos asumir como verdadera la ley de gravitación universal; a pesar de desconocer a profundidad los criterios taxonómicos de clasificación de las especies, reconocemos que el VIH es un virus.

Tal vez algunos les sorprendería saber que los virus no cumplen todas las características de los seres vivos (por tanto no son considerados como tal), que la ley de gravitación universal es sólo una aproximación que sólo es funcional a bajas velocidades o que gracias a Gödel se sabe que las matemáticas no son exhaustivas y autocontenidas (entre otros, esto significa que posee proposiciones verdaderas que no pueden demostrarse en su propio sistema). Si bien ninguno de estos hechos refuta la validez de la construcción científica del mundo sí puede poner de manifiesto cuánto desconocemos de ella y, en últimas, que al creer en ella estamos realizando un salto de fe: yo nunca he visto una bacteria, pero confío en que el antibiótico que me recetó el médico me curará de la infección.

Un buen ejemplo que puede ilustrar cuánto tenemos naturalizado el paradigma científico es que al entrar a nuestra casa, si está oscura, prendemos la luz con un interruptor que se ubica en la pared. Les propongo el siguiente experimento mental: supongamos que un ciéntifico creó una máquina que permite traer a personas del pasado a nuestro tiempo y con ella traemos a una persona medieval a una habitación que está en penumbra y le pedimos que encienda la luz. Esta persona no sabría a qué nos referimos e incluso al explicarle que debe presionar el interruptor de la pared, quedaría desconcertada con el hecho de que se prenda un bombillo en el techo de la habitación. Este desconcierto, que incluso podría calificar de brujería, se debe a que en su construcción ontológica del mundo no tiene la idea de cable eléctrico, de interruptor, de bombillo ni de la electricidad misma. Seguramente en el transcurrir de la explicación, previa a la demostración, sobre cómo se encenderá la luz, él pensaría que no es posible; incluso al hacer la demostración creería que es algún tipo de hechicería (recordemos que la tercera ley de Clarke enuncia que toda tecnología demasiado avanzada para una época es indistinguible de la brujería).

El tribunal de la Inquisición encontró culpables a Giordano Bruno y a Menocchio por sus teorías absurdas sobre el universo pues ¿a quién se le podía ocurrir que la Tierra no es el centro del universo o que Dios y el mundo habían surgido de manera espontánea?[1] A pesar de que las ideas de Menocchio no fueron validadas en la posteridad, como sí sucedió con las de Giordano Bruno, ambos juicios permiten identificar cuan poco receptiva es la cultura occidental con las ideas que le resultan ajenas. Hoy en día no sigue vigente el tribunal de la inquisición, a pesar de esto queremos juzgar lo desconocido bajo el tribunal de la razón, aunque no la apliquemos en nuestra cotidianidad.

Estas pretensiones de absolutización de mundo que resulta en la asunción de que sólo es real lo que podemos comprender o lo que concuerda con nuestra construcción ontológica del mundo nos lleva a invalidar otras construcciones ontológicas de la realidad que son completamente válidas, sólo que se fundamentan en otros supuestos culturales y epistemológicos. Así, socialmente criticamos, de manera acrítica, planteamientos no-científicos que reducimos a meras supersticiones irracionales, como es el caso de creencias místicas populares relacionadas con el tarot, la astrología o la transmigración de almas.

Como latinoamericanos sometidos por medio de la colonización al sistema hegemónico de conocimiento occidental lo legitimamos en nuestra cotidianidad, aun en detrimento de construcciones de conocimiento que poseían nuestros ancestros (africanos e indígenas) cuando nos negamos a intentar comprender las bases lógicas que pueden tener esos constructos de conocimiento. Este rechazo a los constructos no occidentales de conocimiento se configura como un acto de fe en la epistemología occidental cuando se hace de manera acrítica. ¿Y si hay alguna relación causal entre el movimiento de los astros y nuestros estados de ánimo, sólo que aún no tenemos acceso al entramado epistemológico que nos permitiría comprenderlo? ¿Quién quita que el aparente azar de una baraja de tarot tenga un orden causal correspondiente al individuo al que se le hace la lectura y esto permita que salgan las cartas que describen su devenir o que algunos mantras funcionen como cierto tipo de enunciados performativos que modifiquen la realidad en un nivel que no logramos percibir?

Algunos ejemplos que podrían clarificar esto son las tradiciones que se acostumbran a tener durante el cambio de cada año, entre las que se incluyen quemar muñecos que son representaciones de todo lo vivido en el año, comer determinadas cosas o baños con algunas plantas. En algunas regiones de latinoamérica existe la creencia popular, producto de algunas tradiciones chamánicas, de que la ruda es una planta que trae buena suerte y ayuda a limpiar a las personas que se bañan con ella de energías negativas. Si bien esta tradición no tiene fundamento científico, las personas que practican estos baños encuentran cierta tranquilidad al sentir que están haciendo algo para cambiar su destino, tranquilidad que genera un cambio real en el destino del individuo, pues su manera de enfrentarse al mundo es más tranquila y orgánica al tener confianza en este ritual. La ciencia occidental le atribuiría esto al efecto placebo, mientras que quienes lo practican confían en el conocimiento intrínseco de la tradición espiritiual en que está inmersa su cultura. En todo caso, es innegable que estos ritos de trancisión de año tienen efectos concretos en los individuos que los practican, dándoles un sentido más profundo a sus cotidianidades.

El presente texto no se propone fundamentar epistemológicamente las supersticiones populares, pero sí defenderlas de aquellos que las catalogan de absurdas. Si en la construcción de conocimiento occidental se reconoce que no hay ni siquiera un impedimento lógico en la idea de que el mundo fue creado hace unos minutos[2], ¿por qué habría de haberlo en construcciones de mundo que no son científicas sólo porque las desconocemos estructuralmente?


[1] Menocchio fue un molinero del siglo XVI quemado vivo por orden del Papa Clemente VIII debido a sus ideas revolucionarias sobre la realidad. Su teoría más famosa es que, bajo el supuesto de la generación espontánea, de la misma manera como del queso salen los gusanos, de la mezcla informe de elementos que estaban en caos en un inicio, surgió Dios y el universo. Hay una completa obra historiográfica dedicada a su vida y a su juicio escrita por Gingzburg conocida en español como El queso y los gusanos: el cosmos de un molinero del siglo XVI.

[2] Me remito al argumento escéptico de Russell: “No hay ninguna imposibilidad lógica en la idea de que el mundo haya aparecido hace cinco minutos, exactamente como está y con una población que «recuerde» un pasado completamente irreal. No hay ninguna conexión lógica necesaria entre sucesos y tiempos diferentes; así que nada de lo que pase ahora o pueda pasar en el futuro puede invalidar la idea de que el universo haya sido creado hace cinco minutos.” (The Analysis of the Mind).

Imagen suministrada por el autor.

Corchete

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