Por: Juan David Almeyda
El aura que surge al interior de una ciudad es algo que se gana a pulso. Bogotá, con el tono lúgubre que la rodea, los escenarios fríos, grises y hostiles que se empalman con una sensación de supervivencia y sorpresa que hacen que sean, como buena capital, símbolo de un encuentro de miles de fenómenos que alimentan ese espíritu que la identifican. Medellín, entre su historia marcada por violencia, devela una cara hospitalaria que hacen que cualquier persona que deba (o quiera) vivir allá se sienta siempre bienvenido. Cartagena, Barranquilla y Santa Marta tienen en su corazón colores que asombran y deslumbran todavía al turista colombiano que, demostrando la presencia recóndita de ese espíritu colonial que resulta del criollismo, se ven fascinados por las calles, edificios y personas que rodean el ambiente costeño.
Esto dicho puede extenderse, si se escarba lo suficiente, hasta un infinito; el trabajo del historiador no sería otro que el de alimentar ese espíritu aurático que poseen las ciudades. Unas veces glamoroso, otras exótico o lleno de ambición. No obstante, hay otras ciudades cuya aura parece ubicarse en los márgenes, fuera de los reflectores y destacan por cosas más humildes, incluso cuando existe un intento por extraer, a la fuerza, el aura de dichas ciudades. Es ahí cuando entra en escena, por dar un caso de estas ciudades, Bucaramanga. Estoy seguro de que cuando se haga una historia de las grandes culturas de Colombia, Bucaramanga aparecerá como un apéndice frente al resto del país, por más que cada proyecto gubernamental intente instaurar la “santandereanidad” (en un intento por poner a Bucaramanga como el eje del departamento), un concepto vacío para todos menos para algunos pocos que consideran que lo que se hace en la ciudad tiene algún valor por fuera de ella, el equivalente cultural a pegar un dibujo hecho por nuestro hijo en la nevera.
Toda presencia de una “santandereanidad” elimina la posibilidad de que surja en la ciudad una verdadera aura a partir de esas voces, esas sombras que se funden entre los ires y venires del tiempo. Y hay que entender esta idea de “santandereanidad” como un concepto que siempre parte de, es decir, concibe la cultura de la ciudad como resultado del prejuicio. Este último, siempre presente, siempre hostigante, tiene la capacidad de acabar con cualquier florecer del aura de cualquier cosa. Este prejuicio siempre se arraiga en los grandes relatos (personajes, historias, literaturas, etc.) que constituyen una especie de visión oficial que se sostiene sobre una narrativa implícita que todos terminan por aceptar, una confusión que conduce a la presencia de malestares socioculturales.
Así, lo que puede surgir es un aura que echa raíces sobre los márgenes de la cultura, de ahí que, en lo que sigue, sea posible tomar como ejemplo al menos uno de esos modos marginados de pensar la cultura de una ciudad, sépase, la comida chatarra. El lector deberá recordar, como mencioné al principio, que estas formas de los márgenes implican el crecer desde la nada, desde el vacío absoluto de la cultura (si es que se puede afirmar que algo así exista); al contrario, implica aceptar la existencia de un algo, pero no considerar que ese algo es lo único que vale la pena considerar apto para crear una identidad. De ahí que la comida chatarra pueda surgir como una línea de fuga que escapa a la idea de que una gastronomía solamente puede girar en torno a una pretenciosa de lujo, ostentación y derroche a la que solo unos pocos pueden acceder.
Ahora, hay que aclarar, esto no implica negar la ya existente tradición culinaria de Bucaramanga, que es algo que comparte y de lo que se nutre con los demás municipios del departamento. Por el contrario, implica considerarla como un pasado que vale la pena replicar, pero que, como se dijo más arriba, no es el único camino que puede tomar la cultura. La comida chatarra en Bucaramanga es, en este caso, un modo de rendir homenaje a lo que ha sido a partir de lo que hoy es. Sí, es una ofensa para muchos defensores de la tradición poner cultura y comida chatarra al mismo nivel; no es posible que una forma masificada, explotada y consumida de alimento, como lo puede ser una hamburguesa, que es el caso paradigmático a trabajar aquí, llegue a compararse con un plato hecho con fuagrás, pez mediterráneo o alguna otra excentricidad culinaria. Sin embargo, la lógica que rodea la comida chatarra, dentro de su ejercicio social, económico y, como aquí lo afirmo, cultural, permite que sea un caso interesante para escuchar esa voz que parece no ser atendida por los oídos prejuiciosos.
En el caso de Bucaramanga, el transitar por algunos de sus sectores más populares implica siempre un deleite en creatividad y talento en lo referente a la reapropiación de estos los lugares comunes culinarios que son parte de la cultura globalizada, capitalista y acelerada del mundo contemporáneo. Pero, en el proceso de reapropiación, la ciudad sabe dar un vuelco a la pretenciosa crítica del slow food movement, que en su propio egoísmo culinario ignoran que, al final, incluso lo que ellos llaman gastronomía ya ha sido aburguesado y vendido, si bien es cierto que no a todo el mundo, si a los que puedan pagarlo (lo que termina por ser el punto vital de la slow food, termina por ser comida para gente con dinero).
Es ahí donde destaca el modo en que Bucaramanga comprende la comida chatarra, que, en este caso, se adapta mejor que a la dicotomía slow y fast food que normalmente se utiliza. En este sentido, un andar por la capital santandereana trae consigo una percepción de la apropiación de sabores globalizados bajo una visión de la práctica local, todo sin recurrir al precio exacerbado o a la visión mediocre de la comida macdonalizada de estilo estadounidense. Bucaramanga sabe hacer hablar la chatarra y la pone a disposición del público sin que este se encuentre limitado en lo económico a sentir que ese tipo de comida no es para ellos. Por tomar el caso antes mencionado de la hamburguesa, lo que se encuentra detrás de la artesanía culinaria es algo más que la pretensión de utilizar ingredientes costosos o formas “complejas” que terminan por encarecer la comida y haciendo del acto de comer algo carente de corazón.
Lo que revela la fascinación por parte del bumangués con la hamburguesa es algo con mayor envergadura, sépase, el conocimiento de que es un plato abierto sin excepción a todas las clases; sin dejar de lado que, su buena preparación, la creatividad, la inventiva y el deseo de satisfacción frente al comensal, es lo que hace que sea una culinaria que rompa el molde macdonalizado (carente de tiempo y espacio para lo que es el comer), para dar lugar a su propia versión, una en la cual el corazón es el que rodea cada intención culinaria de preparación. La hamburguesa, ejemplo paradigmático de lo que es la comida chatarra, funciona como caso para lo que es una de las voces underground, si se me permite el anglicismo, que hacen que puedan hablarse de un aura de la ciudad.
La comida chatarra es en Bucaramanga un ejercicio de cultura que se ubica en los márgenes del día a día en la ciudad. Su accesibilidad, su economía, su sabor y el modo en que ha sido apropiado e implementado en la dinámica social y cultural convierte la comida chatarra bumanguesa en un aura de las propias calles, parques y plazas de la ciudad. Cierto, hay muchas ciudades así en el mundo, pero cabe la pregunta si hay otra así en Colombia. El modo en que se produce un encuentro en cada puesto de comida chatarra (sea de calle o en local) hace que exista un aroma particular para darle a la ciudad, uno que siempre puede acompañar cualquier momento de alguien que debe (o quiere) pisar Bucaramanga.
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