Por: Juan Felipe Rivera P.
El primer viaje de alguien de la familia lo hizo papá. O al menos el primer viaje de alguien solo. Fue a Cartagena. Fue solo, bueno, no solo, pero sí sin nosotros. Era algo relacionado con su profesión. Un congreso de veterinaria o un regalo de alguno de los laboratorios a los que les compraban insumos en el negocio familiar, no estoy seguro. Podría llamar a mamá para preguntarle, pero no cambiaria mucho el hecho.
Recuerdo que meses o días después llegaron un par de fotos de su viaje. Tardaban un tiempo porque primero había que ir a la ciudad para mandarlas revelar y luego volver para recogerlas. Recuerdo una de esas fotos en especial, en la que no se ve ningún detalle, solo a papá, en un ambiente oscuro, su cuerpo golpeado por el flash, la cámara apuntando hacia el suelo. Es una pésima foto, pero es uno de los pocos testimonios donde lo puedo ver solo, desligado de su rol de padre. No recuerdo que haya contado detalles de ese viaje o particularidades, en ese entonces ni después, en nuestras recientes conversaciones después del almuerzo donde explorábamos los eventos más dispares de la historia familiar, desde su llegada al pueblo hasta la época en que la tía se volvió medio loca en una secta ultra católica.
También recuerdo otra foto en la que aparece mi padre viajando. Esta vez está caminando, junto con mi abuelo y uno de mis tíos, con ropas de los años 70’s, a la salida de lo que parece ser un palacio inglés tal vez. Creo que ya tenía su bigote de papá y el pelo abombado como lo llevaban en los setenta. Sobre ese viaje sí hemos escuchado muchas veces. Creo que él, mi padre, y mi tío debían tener unos veinte años. Mi abuelo tal vez sesenta o menos. Ese es el famoso tour a Europa que hicieron, nunca supe quienes fueron, si sólo los que estaban en la foto, si fue también la abuela Adela, o alguna de las tías. A la abuela no llegué a conocerla, murió antes de que yo naciera, creo que hoy, a pesar de todo lo que me han contado en las conversaciones de después del almuerzo, no logro dibujarme la personalidad de la esposa de mi abuelo, la madre de mi padre, la mujer que crió a once hijos, con casi veinte años de diferencia entre el menor y el más viejo.
Ni ella ni el abuelo aparecen en las historias que siempre cuenta papá de ese viaje. Siempre cuenta sobre cómo se extraviaron en el Louvre, o cómo era la Fontana di Trevi, o sobre cómo se perdió del grupo e intentó pedir ayuda con su inglés a una guía, pero casi no lo logra, con su inglés de los años 70, o tal vez haya sido en francés.
A veces, las historias de ese viaje se mezclan en mi imaginación con la de sus dos amigos de la universidad que un día se fueron hasta la costa sin dinero, tal vez también a Cartagena. Simplemente se subieron al tren y llegaron allá, a la playa, y para comer iban a los restaurantes y esperaban a que las personas hubieran terminado sus platos. “Disculpe, ¿ya terminó?”, les decían antes de proceder a comerse lo que habían dejado. Siempre que estamos en un McDonald’s o en algún otro restaurante de ese estilo recuerdo esa historia, o bien papá la cuenta. Ahora en mi imaginación se mezclan esas imágenes y me imagino a papá en un McDonald´s francés o en alguna plaza romana preguntándole a los comensales si ya terminaron, seguido de esa risa burlona con la que siempre lo contaba.
Me enternece un poco pensar en papá extraviado en el Lourve o preguntando con su inglés donde estaba su grupo, o maravillándose con la Fontana di Trevi. Me pregunto si mi padre de veinte años habría pensado que no volvería a estar por allí, que, si no lo hacía entonces, luego le sería casi imposible, por lo menos por los siguientes cuarenta años, porque tendría hijos y vendrían los malos años y el país se iría a la mierda y todo se haría terrible.
Ahora que soy yo quien está de viaje, solo, y no sé cuándo lo volveré a ver o si lo volveré a ver, me gusta recordar a papá con una foto en especial. No la tengo conmigo, pero sin embargo no se me puede borrar de la memoria. Recuerdo incluso el marco en donde estaba, un marco rojo de plástico, cuadrado, con los bordes redondeados, como si hubiese sido alguna clase de juguete. Ya está desgastado por el sol de los años. Creo que alguna vez intenté destaparla para escanearla, pero no sé en dónde terminó ese archivo. La foto es cuadrada y más bien pequeña, como del tamaño de la palma de mi mano. En ella, aparece mi papá en cuclillas y me sostiene con sus manos bajo mis brazos. Yo tendría unos dos años, tal vez menos, parece que aún no caminaba. Al lado derecho, detrás de nosotros, está lo que creo que es un borde del pesebre de Navidad. Yo estoy en ese costado, frente al pesebre. Al lado derecho, junto a papá, hay una matera, creo que después la vi de nuevo, creo que en algún pasillo de alguna casa de una tia o del abuelo reconocí esa matera y la planta que llevaba dentro, como si hubiera podido preguntarle a ella, inocente planta, cómo había sido ese momento, quién estaba del otro lado de la cámara, dónde estábamos y por qué papá estaba tan feliz. Papá aparece sonriendo con la boca abierta, con esa expresión un poco cándida y traviesa que siempre ha tenido su risa, su piel ya está bronceada por el trabajo bajo el sol y el viento frío del campo, sus manos aun son fuertes y no las ha comenzado a deformar la terrible artritis como a las del abuelo, aún tiene ese bigote de papá, no como el de los 70, este está más definido, como a lo Mario Bros, aun no se lo había quitado en esa secta de coaching donde estuvimos todos intentando superar nuestros traumas, sin embargo el método de terapia de choque sólo sirvió para que nuestros miedos y angustias salieran a la superficie, en especial la personalidad sectaria de mi tío, que pasó de esa secta a una iglesia evangélica casi sin notarlo. Por esa época más o menos todos empezaron a decirme que había que comprender a papá, que su vida había sido muy dura, que el abuelo había sido muy duro, que ya tenía suficientes preocupaciones sobre sus hombros y no sabía como decirlo, cómo pedir ayuda, como un niño perdido y asustado, como ese mismo niño de risa traviesa.
Creo que a veces quisiera poder hablarle así, como a un niño, decirle que no se preocupe, que no sea tan duro consigo mismo, que haga un alto en el camino y duerma profundamente, que lo llevaría a pasear a donde quisiera, al parque o a la Fontana di Trevi, para que se maravillara de nuevo como un niño y consiguiera olvidarse por un momento de todo eso que no lo deja dormir y lo obliga a levantarse todos los días a las cuatro de la mañana y seguir trabajando, cada día, sin descanso.
También le agradecería porque siempre me sostuvo así, como en esa foto, de una manera casi física, con sus manos bajo mis brazos. Tal vez nunca me dio consejos o frases sabias como los papás de la televisión, tal vez siempre fue ese niño asustado que no supo cómo decir las cosas, pero siempre tuvo sus manos bajo mis brazos, en un sentido más bien figurado, pues creo que tampoco volvió a abrazarme o tomarme de la mano.
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