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El rostro humano

Por: David Saénz Guerrero

“Ser niño quiere decir tener la capacidad para oler la flor que brilla entre el barro tóxico”

Jaume Cabré

Hace unos días conversé con John Byron, un joven nacido en Venezuela que se encontraba de paso por Colombia. Estaba sentado cerca de la carretera que de Bogotá conduce a Tunja. Su rostro, el de un niño. No pensé que tuviera más de 12 años. Sin embargo, ya tiene 17. Esto me hizo recordar una escena de la película El olvido que seremos, del director Fernando Trueba: El doctor Abad se encuentra en una de las abandonadas comunas de Medellín con su hijo menor, Héctor. El médico especialista en salud pública acostumbra a comparar la estatura de su hijo con la de los niños de la comuna, así puede demostrar que los infantes de estos sectores olvidados no pueden ni siquiera desarrollar los mínimos que sus cuerpos necesitan para lograr crecer y desarrollarse. John Byron sería uno de esos niños con el que el protagonista del largometraje se hubiese encontrado en los barrios periféricos… 

Conversé con John Byron. Me senté junto a él. Su voz tampoco corroboraba que tuviese los años que me aseguró tener. Escucharlo fue como escuchar a un niño de muy corta edad, con voz de niño y cuerpo de niño, pero con la contundencia de quien ha tenido que vivir lo más contrario a la felicidad de la infancia: el desplazamiento, el desarraigo, el no estar con quienes se ama, el hambre, la sed, la incertidumbre constante entre la vida y la muerte y, como si lo anterior no bastara, el desprecio. 

Sí, el desprecio de quienes se refieren a él no como humano, sino solo haciendo referencia a su nacionalidad. Hoy decir venezolano en Colombia tiene una carga semántica muy peyorativa. Es sin duda una palabra que se convirtió en una forma de ofender y de deshumanizar al otro. Deshumanizar a alguien es hacerlo carente de las múltiples dimensiones que lo componen, es reducirlo a objeto y quitarle la unicidad. 

Jaume Cabré, en su libro Yo confieso, plantea un diálogo entre dos Nazis que podría ser la conversación entre quienes aborrecen al migrante en la actualidad:

Sí, doctor Voigt, pero Dachau es un campo de prisioneros. En cambio, Auschwitz está ideado, pensado y calculado para exterminar ratas. Si no fuera porque los judíos no son humanos, pensaría que estamos viviendo un infierno, con una puerta que es la cámara de gas y un destino que son los hornos crematorios y sus llamas, o las fosas abiertas en el bosque, en las que quemamos a las unidades sobrantes, porque no damos abasto con la cantidad de material que nos envían… (Cabré, p. 333)

En el extracto anterior se hace notar que, para el régimen Nazi, los judíos no eran humanos, era unidades sobrantes, cantidad de material… 

No obstante, para que los Nazis llegaran a tal nivel de locura, primero tuvieron que hacer un gran trabajo de propaganda con el fin de invadir el inconsciente colectivo de quienes creyeron en su proyecto de muerte. Su objetivo era que sus adeptos sacaran de su mundo interior la idea de que el judío también era un ser humano.  

Pues bien, dado que ahora hay todo un sistema propagandístico que busca la deshumanización de la persona nacida en Venezuela, se hace necesario encender la alerta de incendio, pues aquello que posiblemente se consideró imposible en la historia, terminó en un proyecto real: El Holocausto. 

Por consiguiente, desde este espacio se propone escuchar la voz del niño migrante, del niño nacido en Venezuela, para que ella nos permita reconocer un rostro humano:

 Mi nombre es John Byron Gómez Mejía. Nací en Venezuela en el municipio de Miranda en los Valles del Tuy. Me crié con mi familia, en especial con mi abuela y mi mamá. A mi papá lo mataron cuando yo cumplí un añito. 

Mi mamá está en Venezuela. Yo me fui para Perú con mis primos. Ahora mi mamá está enferma y me quiere ver. Por eso he emprendido este largo camino. Voy de pasada por este lugar. ¿Se llama Tunja?, ¿verdad?

En Perú trabajaba en Trujillo. Trabajaba como ayudante de construcción. Allá le ayudábamos a los trabajadores y nos ganábamos algo de propina. 

Esta experiencia me ha enseñado cosas que siempre creía haber sabido, pero ahora me doy cuenta de que por fin las sé. Una de ellas, hacerle caso a la mamá y por encima de todas las cosas, valorar lo que se tiene, porque la vida de un momento a otro puede cambiar y no hay forma de regresar atrás. 

La gente no valora la naturaleza, la quema. La gente no valora a los otros, los desecha. Venezuela y Colombia tienen riqueza y belleza, pero las personas no valoran. No saben lo que tienen. Por ejemplo, algunos no valoran lo que significa vivir en su propio país; sin el miedo constante de saber que uno no es de aquí y que tampoco es querido ni bienvenido. 

Lo más duro de esta experiencia es caminar y caminar, a veces sin rumbo. Además de sentir tanta sed y tanta hambre. Hay gente que ni nos observa. Otros que nos miran, pero no nos dan nada de comer ni de tomar. Otros que sí paran y se apiadan de uno. 

En la vida siempre hay tropiezos. 

Concha, lo que más quisiera en este momento es ver a mi familia, darle un abrazo a mi mamá. Abrazar a mis hermanos. A mí lo que me da fuerza para continuar viviendo es este gran deseo. Ver a mi familia y estar con ellos se ha convertido en mi razón de vida.

Todos somos humanos, lo malo es que no somos de la misma familia, estamos divididos entre colombianos, peruanos y venezolanos. Pese a ello, cuando Dios nos creó, ¿de dónde sacó a Eva? Pues de Adán, de su costilla. Yo entiendo por eso que todos somos una sola persona, pero algunos se rechazan a sí mismos al rechazar a los venezolanos, a los peruanos, o a los colombianos en Venezuela. Nos mutilamos a nosotros mismos cuando sentimos repugnancia por el otro.  

Foto modificada de David Saénz

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