Por: Santiago Alberto Parra Jiménez
Ayer, en Múnich, ante un público que me pareció de lo más triste, resbalé a mitad de mi número de acrobacias y ya no me levanté. Ni siquiera se oyeron silbidos, tan sólo un murmullo compasivo, y cuando por fin el telón cayó sobre mí, salí cojeando lo más rápido que pude, abordé el bus de la Marien Strasse y me dirigí al hotel, donde se armó gran alboroto, al perder el equilibrio y caer con gran estrépito sobre la mesa de vidrio de la recepción. Fue difícil convencer al empleado de turno que no estaba herido, que la ambulancia no era necesaria. Pero si está usted muy mal, apesta a alcohol, déjeme ayudarlo, no, no es nada, no se preocupe, sólo deme mi llave.
Hace un mes que estoy casi siempre borracho. A veces, cuando he corrido con suerte, me levanto en mi habitación del hotel y la señora Mauer me prepara un desayuno invariable de huevo duro con pan y café negro; me sumerjo en la bañera hasta que mi cabeza está bajo el agua y mi melancolía se torna menos insoportable y pienso, tal vez por la falta de aire, en el perro de la esquina del piso de Bonn, que tantas veces me vio llegar de viaje mientras la luz de la tercera planta se encendía. En ocasiones de menor fortuna despierto en parques o andenes rodeado de palomas y niños que me miran curiosos y asqueados. Siempre es lo mismo.
El viaje de regreso a Bonn tardó las usuales cuatro horas y media. Como siempre, puse en marcha el piloto automático que en cinco años de viajes se ha formado en mi interior: subir las escaleras en el Hauptbahnhof, comprar el boleto, deambular interminables corredores hasta dar con el letrero que dice Bonn, esperar un rato, niños jugando, bebés llorando y esas insufribles parejitas que inundan el ambiente con su nuevo y reluciente amor, como anulando con su alegría cualquier hecho en el mundo que involucre caer ebrio en un sucio y oscuro escenario. Qué cosa. Todos adoran la atmósfera que emanan las parejitas y nadie nota al payaso desempleado junto a ellas. Desde que sucedió, he perdido el ritmo alguna que otra vez, he tomado el letrero Frankfurt por Bonn y en gran confusión he buscado mi asiento en un tren poco familiar, sólo para darme cuenta de mi estúpido error al ver la cara sorprendida del muchacho de los billetes. En otra ocasión, llegué en horas de la madrugada a la estación el día previo a mi partida y tuve que regresar con las maletas al hotel. Hans, sí, me fui hace dos horas, me he equivocado de día, no, no deseo otra habitación, gracias, sólo deme mi vieja llave.
La casa estaba como la recuerdo: inundada con una indecible desolación, tanto más porque las cortinas estaban cerradas y sólo se filtraban algunos hilitos de luz que daban en una polvorienta mesa llena de fotos del día en que fuimos al Zoo. Vivimos, vivo (todavía no me acostumbro al singular) en el piso número 303 de la König Strasse en Bonn, que mi abuelo me heredó tan pronto se percató de nuestra penosa situación (como él hizo notar) en la Armut Strasse; ese día hubo un gran escándalo en casa, no comprendían que para vivir no se necesita más que un colchón, un par de cobijas, huevos, pan y café y un pequeño espacio para practicar acrobacias.
Mientras la bañera se llenaba de agua caliente revisé el clóset. Habían unos cuantos de mis vestidos de colores, un par de zapatos negros y el smoking que utilizaba en mis imitaciones de Chaplin. Los espacios vacíos y evidentes hacían crecer mi melancolía hasta la desesperación, parecían negros abismos que se tragaban toda la alegría del planeta. No estaban los zapatos ni el vestido rosa que tanto me gustaba, tampoco esas botellitas de perfume transparentes, que a veces contemplaba atolondrado al buscar mi vestido de Chaplin: sólo la más dolorosa oscuridad.
En la bañera pensé en sus delicadas manos de religioso, en su existencia que era como una ofensa continua a la mía, en su estúpida corbata de burócrata y en sus viajes a Roma que ahora se verían endulzados sin importar mi profunda tristeza. Pensé en sus besos y caricias y lloré largo tiempo hasta que di con una desesperada resolución; después de todo ese mismo día arribaría el expreso proveniente de Roma y sólo me quedaba un marco en el bolsillo. Me maquillé el rostro de blanco, me puse mi chaqueta negra (su preferida), cogí mi guitarra y me encaminé al Hauptbahnhof.
Puse mi sombrero en el suelo y comencé a cantar algunas de mis canciones recientes, el tren arribaría en unas cuantas horas. En la de der traurige Clown imaginé escenas posibles y con un nerviosismo creciente seguí pulsando los acordes. La bemol, do sostenido menor, la mayor, de nuevo la bemol, y así sucesivamente. Las horas pasaron lentamente como burlándose parsimoniosamente de mi angustia. La bemol, do sostenido menor… ¡Y de repente la vi! Estaba acompañada por el estúpido de Züpfner y llevaba el vestido rosa que tanto me gusta, un estremecimiento recorrió mi cuerpo al darme cuenta que había notado mi presencia. Su rostro, lívido, casi tan blanco como el mío, se retorció sin creer lo que veía y casi pude escuchar el golpeteo de su corazón. La bemol, do sostenido menor, la mayor… Me levanté bruscamente, corrí hacia donde se encontraba Marie, me tiré al suelo y la tomé de los tobillos. Fue infinitamente vergonzoso.
De nuevo en la bañera pensé en su vestido rosa y sentí compasión de mí mismo, mientras tornasoladas burbujas flotaban encima de mi rodilla izquierda. Pensé en ese olor a rosa que se me quedó como impregnado y en los sorprendidos rostros de la gente de la estación, en sus manos compasivas acariciando mi cabello y en su silueta que se perdía entre la multitud.
Al día siguiente me senté en el tercer peldaño, coloqué mi sombrero en el suelo y canté algunas de mis preferidas, la bemol, do sostenido menor, la mayor… Después de todo, todavía no tenía ningún contrato y había hecho más de 20 marcos en pocas horas, además, ya no me desconcentraba la idea de que Marie llegaría, me vería con mi cigarro y mi guitarra y se quedaría conmigo hasta el amanecer.
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