Por: A. Acevedo
B intenta difamarme y publica en Facebook fotos nuestras desnudos y las comenta. Sus comentarios son lascivos y revelan demasiada cercanía entre nosotros. Como me avergüenzan, lo visito en su casa para pedirle que cese la difamación, pero una serie de eventos me alejarán de mi objetivo.
Subo ansioso al carro y enciendo el motor. Conduzco en silencio pensando en qué decirle a B, ¿cómo pedirle que retire las fotos sin quedar a su merced?, ¿qué ofrecerle a cambio de mi libertad?. Lo que pasa es que B ama la atención y aprovecharía cualquier oportunidad para chantajearme ahora que llevo tanto tiempo evadiéndolo. Sin duda, la movida de las fotos resultó como quería: me ha atraído hasta él y ahora me tiene atado.
Atravieso la ciudad en media hora. B abre la puerta de su casa y me pide que entre. Sin permitirme hablar me dice que ha estado fumando cocaína y, visiblemente afectado, rememora en voz alta episodios de nuestro último encuentro. Como estoy paranoico, intento callarlo; le pido que baje la voz porque, aunque estamos solos, no quiero que alguien lo escuche relatar cómo fumamos cocaína la última vez. “Fumar esta mierda me dopa y me deja la cara anestesiada”, me dice, y se agacha a recoger la colilla de un cigarrillo a mis pies. Cuando se incorpora, miro sobre su hombro hacia la sala de estar. En una cama sencilla duerme G, su dealer. Cuando vuelvo la mirada me encuentro con el brazo izquierdo de B extendido; con un cinturón lo aprieta mientras lo muerde para frenar la circulación. Una aguja hipodérmica busca la vena en su brazo; B tantea la piel y, tras varios titubeos, la penetra. Entre tanto, abre y cierra los ojos rápidamente para ver mejor, no puede darse el lujo de perder la vena, aunque una gota de sudor esté a punto de caer sobre su ojo izquierdo. Con un movimiento rápido limpio su frente y sus párpados, no quiero que la gota estropee su ritual; B, con los ojos fijos en su brazo, registra la vena con delicadeza, sabe que un movimiento indeseado podría alejarlo de ella; ahora no pestañea. Tras varios minutos que parecen horas veo en su cara un gesto de satisfacción, sonríe tras el cinturón que aprieta con los dientes. El émbolo succiona el líquido púrpura del brazo de B que se mezcla en el cuerpo de la jeringa con el agua turbia que contiene el fármaco. “Ya estamos en la vena”, dice, “ya pasamos el momento más difícil; ahora solo hay que inyectar”. Entonces su pulgar derecho empuja el líquido hacia sus venas y B libera el brazo del cinturón. “Ya está. Está sí me entró donde era”, dice, mientras eleva la mano izquierda y se tiende en un sofá rojo que conozco muy bien. Yo, medio bobo, contemplo la escena como si viera un milagro, como si fuera testigo de la multiplicación de los panes y los peces o como si presenciara a un muerto salir de su tumba. Sin saberlo, asisto a un episodio definitivo en mi vida que marcará permanentemente mi relación con las jeringas y la cocaína.
Ese día me quedé en la casa de B. Nunca le dije lo de las fotos.
Foto modificada de https://www.pexels.com/pt-br/foto/seringas-em-fundo-vermelho-3786132/