Por: A. Acevedo
Recuerdo que ese día llegué temprano a la casa de mi papá. Como todos los sábados él dormiría hasta el mediodía, así que decidí no despertarlo. La casa estaba en silencio, en el primer piso dormía Lulú. Me pareció extraño que no ladrara ni viniera a saludarme. Abrí la puerta del jardín con cuidado, no quería hacer ruido. Al fondo había una mancha negra y peluda en el piso, era ella. Me agaché y le acaricié la cabeza. “Está enferma”, pensé. No se movía, pero respiraba. Tenía una mirada triste que me conmovió. Un pequeño charco de sangre rodeaba su hocico. Estaba viva, pero algo le pasaba.
Subí las escaleras y desperté a mi papá. “Algo le pasa a la perra, hay que llevarla al veterinario”. Juntos bajamos al jardín y la movimos. Estaba pasmada, nos miraba pero no se movía.
Mi papá se puso cualquier cosa y salimos en el carro. Yo iba en el asiento de atrás con la perra, acariciándole la cabeza. Cuando llegamos a la veterinaria la bajé con cuidado y se la entregué al doctor. “Algo le pasa, está triste, no quiere moverse y le sangra el hocico”. Mi papá, en silencio, observaba al médico examinar a la perra. El doctor, guantes en mano, revisó uno a uno los colmillos; cuando terminó soltó un profundo suspiro. “La perra está bien, solo tiene un hematoma en la nariz y un colmillo flojo, recibió un golpe fuerte”, dijo quitándose los guantes. Mi papá y yo nos miramos.
De vuelta, en el carro, mi papá guardó silencio. Condujo con lentitud y paciencia, dándose el suficiente tiempo para hacer lo que haría, mientras yo miraba por la ventana y acariciaba a la perra. Cuando orilló frente a la casa me lo dijo. “Hijo, tengo que contarte algo”.
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