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Mascotas

Por: Juan Felipe Rivera P.

A la memoria de Argos,
el primero en reconocer a Odiseo cuando vuelve a casa

La población de perros y gatos en un país como Uruguay, donde hay tres millones y medio de personas, es de 2’134.520, entre perros y gatos. Podríamos decir que hay un perro y un gato por cada tres uruguayos. Habría que preguntarse cuál es la población de niños. En Buenos Aires, por ejemplo, hay más mascotas que niños: hay 861.852 perros y gatos, mientras que solo viven 460.696 menores de 14.

En cualquier ciudad no es raro ver algún transeúnte desprevenido con su pequeño foxterrier con zapatos y un impermeable que lo mantenga a salvo de la lluvia. Las tiendas de mascotas son ahora centros comerciales gigantescos que deben representar una ganancia igual de masiva. Y ni hablar de las veterinarias y las farmacéuticas dedicadas a tratar cáncer, VIH o gripa, e incluso los psicólogos de mascotas. (¿Existirán ya cirujanos plásticos para mascotas?).

Ahora bien, aquí no estoy intentando lamentarme por el dramático descenso de la natalidad o la crisis de la familia católica tradicional como dios la hizo y el hombre la corrompió. Simplemente quisiera arriesgar una hipótesis sobre la causa de que, hoy en día, parece que los nuevos “hijos” de nosotros los proletarios del mundo moderno sean los perros y los gatos.

Debo resaltar que esto lo dice alguien que incluso desde antes de nacer y hasta el día de hoy ha convivido con mascotas. En el momento son apenas cuatro gatos y un perro. Insisto, también, en el término “mascota”, porque aun no comprendo en qué consiste la incorrección política del mismo, ni cómo sus variantes pueden mejorar o mudar lo que designan, y tampoco la hallo una discusión muy relevante.

Esto no implica tampoco en modo alguno la reivindicación de los tratos arcaicos que le daban nuestros ancestros a los animales de compañía que incluían azotes, abusos, hambrunas, y tal vez la que me parece más terrible para un ser que solo vive en el presente y no tiene noción de esperanza ni un futuro posible mejor o al menos diferente: el pasar sus días encerrado y encadenado, a la merced del sol y la lluvia, o peor, sin la posibilidad de ver la luz.

Pero sí creo que la relación contemporánea con las mascotas es un signo de una infantilización a la que nos ha empujado el mundo moderno.

Por supuesto, hoy en día esto no se puede discutir racionalmente, es decir, con argumentos, con nadie, porque cualquier mascota-habiente saldrá a defender a sus hijos perrunos y gatunos, sin darse cuenta de que lo que busca es defender su forma de apego hacia ellos. Seguramente esgrimirá razones de por qué las mascotas son mejores que los hijos humanos, y estas son las que quisiera analizar para justificar mi hipótesis.

No se puede decir que es una cuestión de economía, ¿cuánto puede costar el tratamiento de una de esas enfermedades misteriosas que tanto afectan a los gatos? ¿Acaso el tiquete aéreo en clase turista de un labrador tiene una tarifa diferencial? ¿Cuánto puede costar un servicio funerario en esos campos santos para mascotas? ¿y la guardería a la que van todos los días a jugar con otros hijos perrunos?

Creo que la razón de fondo por esta preferencia moderna está en otra cuestión. En primer lugar, se debe a la incapacidad de entablar una relación humana que implica no sólo la satisfacción del amor recíproco, sino también la decepción, la traición, en suma, la existencia independiente del otro ser y, por ende, su capacidad de encontrar el propio sentido de la existencia de forma totalmente independiente a la mía. Mientras que mi perro no puede evitar batir la cola al oírme llegar, mi amigo puede estar indispuesto o ni siquiera querer responder mis llamadas. Es decir, puedo ser el dueño de mi perro o mi gato, pero en modo alguno lo seré de mi hijo o pareja.

Así mismo, esto implica que ese ser canino o felino no será nada más allá de eso, una mascota, mi mascota. Un hijo o una pareja eventualmente se desarrollará independientemente de mí, dará alegrías y desgracias a otros, sufrirá y se alegrará por su propia voluntad, cometerá sus propios errores.

De igual forma, esta moderna preferencia por las mascotas denota una incapacidad para un compromiso en un proyecto humano, en el sentido de que es algo que conlleva poner la vida en juego, como lo señala esa definición, tal vez de Arendt, del acontecimiento: es como el nacimiento de un hijo, ontológicamente me convierte en algo diferente que ya no puedo dejar de ser. Podríamos decirlo al revés, si muere una esposa, seré viudo o si lo hace un padre seré huérfano. Pero al perder una mascota no habrá más que hacer que deje de ser dueño de ella. Por supuesto, ambas pérdidas llevan un sentimiento.

Otro síntoma de esta incapacidad es la proliferación de la idea de la ternura de esos animales, que se evidencia en la cantidad innombrable de videos e imágenes de perros, gatos y, aun más, cualquier cantidad de animales no necesariamente domésticos. Creo que esa incapacidad para embarcarnos en proyectos más profundos nos ha empujado a solo ser capaces de pensar lo más superficial de esas criaturas: su aspecto. Es decir, como en tantas otras dimensiones de la vida moderna hiperconectada e instagrameable, nuestro único objetivo es una imagen, una sensación, una emoción pasajera y, en lo posible, placentera, que no requiera pensar más allá.

Si bien podemos considerar a los perros como los animales antropológicamente más cercanos (algunos aseguran que la evolución humana está directamente relacionada con la de los perros) y prueba de ello  es que tal vez sea el único animal que es capaz de mirarnos a los ojos, creo que su destino se está viendo invariablemente atado al nuestro y así como en otro momento nos acompañaron en las más arduas tareas (la caza, la defensa del territorio, el cuidado, y la serie de películas de Buddy Super Star), hoy también nos acompañan y sufren con nosotros, en las nuevos tormentos y desavenencias que hemos inventado para nosotros mismos: la depresión, la ansiedad, la irrelevancia, la malnutrición, etc.

Foto de Najmul Hasan tomada de pexels.com

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