Por: A. Acevedo
Yo la adoro. La adoro sin medida,
Con un amor como ninguno, grande:
Grande a pesar de que me dio la vida.
«A mi madre», Julio Flórez
Me fui de la casa el viernes porque no quise matar a mi mamá. No soy violento, pero si me hubiera quedado habría hecho lo que cualquiera en mis condiciones hubiera hecho. Sí, como en el experimento de la madre judía a la que los nazis encierran en un cuarto con su hijo recién nacido que no para de llorar. Bueno, eso mismo habría sucedido con mi mamá y conmigo, pero a la inversa: yo habría terminado matándola a ella. A veces pienso que ella quiere que la mate y por eso me obliga a escucharla cuando me grita y me pellizca. Me tapo los oídos, pero me agarra fuerte y me quita las manos de las orejas, abre los ojos y grita más fuerte para que la escuche. Creo que quiere que la mate, o que al menos le responda, porque me pide a gritos que sea valiente y haga algo, entonces me ofrece la cara y me dice “Levántame la mano, a ver si eres tan varoncito”, pero cuando intento quitármela de encima grita más fuerte y soy incapaz de hacerle nada.
Da risa, pero cuando ella no está puedo vencerla, le doy patadas y puños en los puntos débiles: costillas, cadera, ojos, boca, cuello, riñones, cráneo. No me juzguen, es que veo demasiadas películas de acción. Las que más me gustan son las de Jean-Claude Van Damme, los músculos de Bruselas, porque practica todas las artes marciales: Tae-Kwondo, Karate-Do, Kung-Fu, Muay thai; es invencible, y cuando lo imito, yo también soy invencible. Cojo las cosas de mi mamá y practico sus golpes. Las puertas de su armario se convierten en ataques laterales que bloqueo con los brazos; los cajones, que abro y cierro con fuerza, son patadas que bloqueo con las rodillas. Pateo sus vestidos y chaquetas, les doy puños a los frascos de sus cremas, también los agarro y los lanzo fuerte contra el piso, pero no se rompen (menos mal). El otro día le pegué un rodillazo a una gaveta y la desencajé. Es que soy Jean-Claude Van Damme cuando estoy solo; pero cuando mi mamá está enojada ella es él y yo vuelvo a ser yo. La ansiedad me devora y me agito, respiro entrecortado, soy incapaz de argumentarle nada porque con razones nadie le gana, ella apabulla a todos con sus gritos; y si la sujetan entre varios, les muerde los brazos, las manos y las piernas. Ella es así porque el amor la hace fuerte, por eso me defiende como una perra rabiosa, sobre todo cuando alguien del colegio se mete conmigo. La semana pasada jodió a Caicedo. Fue al colegio, lo agarró de los hombros y le gritó “¡Usted vuelve a montársela a mi hijo y no respondo, güevoncito!”, como diciéndole “A él solamente lo jodo yo”.
Hay muchas formas de amar, pero creo que la de mi mamá es la más extraña. Dice que me pega porque me ama, y dice que debo agradecérselo porque lo hace por amor y porque no quiere que yo sea un mal hombre. Entonces me grita, entre fuetazo y fuetazo, “Esto (fuetazo) lo (fuetazo) hago (fuetazo) porque (fuetazo) te (fuetazo) amo (fuetazo) y (fuetazo) lo (fuetazo) hago (fuetazo) por (fuetazo) tu (fuetazo) bien. Y aunque no lo creas (fuetazo) me duele más a mí (fuetazo) que a ti (fuetazo)”. Cuando se calma me dice que algún día, cuando yo sea más grande, se lo voy a agradecer. Ella es así porque el amor la hace fuerte, aunque a veces me dé risa que puntúe sus frases de amor con fuetazos.
A veces pienso que nuestra relación es como un matrimonio lleno de problemas. No es que nos besemos, ni nada de eso, lo que pasa es que dormimos juntos y siempre estamos a punto de separarnos. Una vez, después de pensarlo mucho, llamé a mi papá y le pedí que me recogiera; no le conté de los problemas con mi mamá, solo le dije que quería pasar una temporada con él. Pero tampoco duré mucho tiempo en su casa. El me da más miedo que mi mamá porque es más grande y fuerte que ella, y cuando se enoja también es invencible. Así que una semana después la llamé llorando y le pedí que me recogiera. En menos de una hora estuvo abrigándome con sus brazos y diciéndome las palabras que me calman. Mentiría si dijera que esa vez no la extrañé.
El viernes me fui de la casa porque no quise matar a mi mamá. Supe que sería capaz de golpearla hasta el cansancio cuando ese día, por primera vez, me la quité de encima de un empujón. Tuve su cara tan cerca que pensé en clavarle los dedos en los ojos o en pegarle un puño en la garganta. Pude dejarla inmóvil, pero solo fui capaz de empujarla con rabia, con tanta rabia que quedó pasmada gritándole a una multitud invisible “¡Le pegó a la mamá! ¡Le pegó a la mamá!”. Por supuesto, nadie la escuchó porque vivimos solos. Con ella en el piso decidí irme. Abrí la puerta del apartamento y corrí. Mientras bajaba las escaleras no pensaba, miraba atrás cada tanto para cerciorarme de que no me siguiera; cuando llegué a la puerta de nuestro edificio giré a la izquierda y corrí como si mi vida dependiera de ello. Corrí hasta que me faltó el aire, y cuando no pude correr más, caminé sin parar. Unos minutos después llegué a lo que me pareció un parque y me tiré en el pasto. Respiraba entrecortado, exhausto. Cuando me incorporé vi que la poca gente que había me miraba con algo parecido al asombro. Mi mamá siempre me dice que soy distinto a todos, que soy mejor porque soy su hijo, por lo que hasta cierto punto me pareció normal atraer las miradas; sin embargo, cuando reconocí el lugar en el que estaba, entendí por qué me miraban: me encontraba justo en el parque que separa a mi barrio del barrio más peligroso, el barrio en el que mi mamá sufrió su infancia, un lugar al que solo entran los conocidos y al que ella me prohibió meterme a toda costa. “Nunca te metas por esa calle, es muy peligroso. A los que viven allá no les hacen nada porque los conocen, pero a los desconocidos… Cuidado”. Lentamente mi alivió se transformó en angustia. Había entrado, precisamente, por la calle prohibida; estaba en el lugar más peligroso de todos, incluso más peligroso que mi casa. Escapando de un peligro me había metido en uno mayor, podía seguir adelante e internarme en la boca del lobo o podía mirar atrás y regresar a mi casa. Adelante lo desconocido, atrás lo conocido. Entonces, comprendí lo que tenía que hacer. Me sequé las lágrimas, respiré profundo y caminé.
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