Por: Jacobo Montenegro
Frente a la miscelánea hay una señal de PARE que nadie respeta. Cuando la miro fijamente, me hundo en ese rojo y blanco. Imagino la calle sin ella, la esquina libre de la señal, de esa manera algún día desaparecerá. Es un ejercicio que leí en El poder del mago, un libro que mi hermano fotocopió y con el cual solía jactarse ante sus amigos. Sin embargo, un día decidió relegarlo a un cajón al descubrir que el autor era el mismo individuo que mi madre escucha en su programa esotérico en la frecuencia AM: Omar Crowly. El cronista de radio usa ese apellido de manera artística, reemplazando el original y poco mágico “Muños Garcia”, por el “Crowly” que lo confunde y relaciona con el espectacular Aleister Crowley.
Todo lo que tiene nombre existe. Si despojamos al objeto de su nombre le negamos existencia. Olvidar el nombre de las cosas es olvidar las cosas mismas; olvidar las cosas es desaparecerlas. La magia es nominal. Nombrar es crear. Si unimos dos nombres, uniremos su existencia en una relación. El amor es la conjunción de los nombres.
Cuando tengo que atender la miscelánea, lleno el libro de ventas con planas del nombre de ella y el mío. Recuerdo escuchar su nombre por primera vez cuando su hermano la nombró para pedirle un sobre Panini. Juanita. Pasé todo el día escribiendo Juana y Jacobo, Jacobo y Juana, Juana con Jacobo, Jacobo junto a Juana, Juana junto a Jacobo. Días más tarde, cuando vino a sacar una fotocopia de su carnet de identidad, descubrí que su nombre era Juanita, tal cual, no era un diminutivo que su hermano usaba. Pensé que la señora esa que hace unos días me había sonreído de manera tan peculiar y se había sonrojado se llamaría Juana. Era una tarea delicada eso de nombrar las cosas. Decidí escribir de ahora en adelante el nombre completo de Juanita junto al mío (también completo, no fuera a juntarse con otro Jacobo). El nombre completo lo tenía en esa fotocopia que ahora era mía. No se la llevó porque estaba borrosa. La primera copia, indistinguible y manchada de tinta, la destruí. Hice el ademán que mi papá me enseñó, el de bajar la cantidad de tóner de la fotocopiadora y oprimir botones que, sospecho, no sirven de nada. La segunda fotocopia del Carnet de Identidad de Juanita resultó un poco más pálida e igual de manchada. Le dije que se la llevara sin pagarme, por las molestias. También quería decirle que ninguna fotocopiadora le haría justicia a su belleza y a la de su nombre, pero eso no lo dije, claro. Ella no se la llevó y me la pagó, según ella, yo había gastado energía, tiempo y tinta. Otra cosa es que la fotocopia en ese estado no le sirviera. No supe si sentirme humillado o agradecido.
Las páginas en las que Omar Crowly describe el poder de los números y cómo lograr abundancia en el negocio eran las más borrosas y manchadas. Nuestra fotocopiadora, a pesar de estar cargada de tinta, copiaba letras de manera caprichosa: algunas cargadas en exceso de tinta, otras pálidas y casi invisibles. Tiemblo cada vez que alguien viene a fotocopiar. Usar la fotocopiadora es un acto de fe que puede resultar vergonzoso y, en el mejor de los casos, pasa desapercibido. Yo mismo sufro esas miserables copias que produce la máquina. Con ella fotocopio los libros que me mandan a leer. Nunca seremos estrellas de rock, Ojos de perro siberiano. Libros llenos de frustración y enfermedades venéreas. Prefiero mis copias del Retrato del artista adolescente, también con frustración pero con enfermedades más amables y creíbles. Copiar ese último libro me costó una amistad, porque la edición Oveja Negra es difícil de fotocopiar sin descuadernar. También leo a escondidas lo que mi hermano me pone a fotocopiar. Ahora se está pasando de la magia blanca de Omar a un satanismo amable que reivindica la carne y una ética de orden en el caos. Es algo parecido a lo que mi mamá escucha en la radio con el Pastor, solo que invierte los órdenes y los papeles de los personajes.
No nos va bien con la papelería. Al final de mi turno, he anotado en menos de una página del libro de ventas tres sobres de Panini, una cartulina blanca (que no era tan tan blanca y creo que me compraron por lastima), un esfero de los nuevos (los que están saliendo con un fallo que también nos hace santiguarnos cuando lo vendemos) y otra hoja llena de mi nombre y el de Juanita. El resto del tiempo, sin clientes y sin Juanita, me pierdo imaginando la esquina del frente sin la señal de PARE. Desaparecer esa señal será la prueba, la primera parte de un todo, de nombres que se entrelazan y de la fortuna de nuestra empresa.
(…) algo similar encontramos con la guematria que busca el significado de las palabras a través de sus relaciones numéricas (texto ilegible por exceso de tinta) la alef es uno, la bet es dos su suma obtiene otro ser. Los cabalistas lo usan para interpretar los textos toraicos (texto ilegible por exceso de tinta) buscando relaciones numéricas. Al sumar el valor de la palabra “ab” (padre) e “im”/madre el valor numérico es 44 mismo valor que “dam”/sangre. Si a dam se le agrega la alef (la letra característica de D-os) se forma la palabra “adam”/hombre. Para ellos la creación del hombre depende de la sangre/cuerpo y D-os pone Su letra. Aprendieron esto de (texto ilegible por falta de tinta) aplicaremos para fines económicos siguiendo un sencillo orden en los primeros ingresos del día.
Pasa mucho tiempo antes de bajar bandera, antes de hacer la primera venta. Cuando finalmente llega el primer cliente, cada uno tiene su ritual específico. En el turno de la mañana, es decir, el de mamá, ella frota la moneda o billete en una estampilla de Judas Tadeo, la rosea con agua de ruda y se persigna con el dinero antes de meterlo en el cajón; en el turno de noche, el de mi hermano, coloca su anillo mágico sobre el primer billete o moneda (un anillo que compró cuando tenía mi edad a un vendedor ambulante que se coloca frente a las puertas de la iglesia de nuestro colegio). Los fines de semana mi papá repite el ritual de mi madre y anota las últimas cifras que identifican la individualidad del billete, esto para cuidarse de los cambiazos con billetes falsos y, también, para jugar el chance cuando considera que el billete tiene algo especial o llega en el momento oportuno. Al medio día, en mi turno, suelo hacer lo que me pide El poder del mago. Busco fragmentos del número divino, qué parte del número que diferencia al billete en su individualidad y lo hace parte del todo, una parte del Phi que traerá más dinero y salvará nuestro negocio de la miseria. Cuando la primera venta me la pagan con una moneda, solo le froto un poco la cara a Judas Tadeo.
Pasa mucho tiempo antes de hacer ese primer ritual, y lo más aterrador son los turnos en los que no llega la ocasión de hacerlo. El día más vacío es cuando no solo no vendo nada, sino que tampoco veo pasar a Juanita. Con el tiempo, y sin que ellos se supieran observados, noté que la mirada de mi padre y la de mi madre también se hunde en la señal de PARE, al otro lado de la calle, sobre la diagonal de la 64.
La expansión del barrio trajo una ola de nuevos y más modernos negocios que amenazan la frágil economía de nuestra pequeña empresa. No somos la única miscelánea de la cuadra. Mucho antes de la llegada de Papelería El Cid, ya estábamos amenazados por la papelería de la esquina, de la que solo nos separa un negocio de empanadas y una modistería. Esa papelería la atiende la madrina de mi hermano, Doña Irene. Una dulce viejita que en su vida le regaló nada a mi hermano en sus cumpleaños. No sé si Doña Irene sigue algún ritual cuando baja bandera, pero sé que intercepta a los jóvenes para preguntarles si van a comprar algo de la miscelánea. Les dice que ella tiene mejores precios y, en ocasiones, les regala un dulce y una sonrisa de ñapa. Eso se lo contaron los amigos de mi hermano a él. Además, y eso nos avergüenza, la fotocopiadora de Doña Irene es mucho más potente que la nuestra. La viejita vive sola con la pensión que le dejó su marido militar, no le hace falta ganarle mucho a la papelería. Nuestra miscelánea debería dar lo suficiente para dos adultos y dos jóvenes, es nuestro único ingreso. Quizás por eso me duele cuando tengo que contarle a mi papá que también hoy vinieron a devolver uno de esos esferos nuevos, unos de tinta negra que solo escriben en un tipo de papel, justo el de los cuadernos que vendemos, los cuadernos con cuadrícula negra y hojas grises, con páginas pesadas que cansan la vista.
La llegada de El Cid fue la estocada final. Los jefes de la franquicia no tenían ningún ritual para la primera venta. Ellos tienen algo mejor: capital. Todos sus productos están a mitad de precio. Nosotros mismos solemos comprarles para vender en nuestra miscelánea y ahorrarnos la pena de decir otra vez “justo esta mañana se nos agotó, vecina”. Mi padre hizo cuentas y era evidente: ellos están perdiendo dinero pero ganando clientes. Nos están enterrando, a nosotros con nuestra magia, a Doña Irene con su pensioncita. Para suplir las perdidas, mi papá consiguió un trabajo de celador en un casino que hacia parte de los negocios atraídos por los nuevos conjuntos residenciales del barrio. Suele ganar propinas por dar información a los clientes del casino. Cuánta gente había jugado en determinada máquina y por cuánto tiempo, cuántos ganadores en la mañana, cuántos en la tarde, número de premios menores, número de premios mayores, cantidad de éstos. Mi papá lleva una agenda cargada de números y los fines de semana suele especular sobre los cálculos que hacen los jugadores más afortunados para ganar. Mi hermano también consiguió un trabajo para no depender solo de la miscelánea, atiende uno de esos cafés internet que empiezan a invadir el barrio. Su trabajo parece mucho más divertido que la papelería, lo peor de todo es que Juanita se la pasa allí metida. En una de las agendas satánicas de mi hermano (que suelo fotocopiar en su ausencia), vi su nombre completo escrito junto al suyo, en la margen de una de las páginas de un “Génesis”.
Al principio fue la oscuridad y la Nada. Por ella viajaban los ángeles gracias a la música, hasta que uno de ellos, en su extremo orgullo, traicionó a la oscuridad, que hacía a todos iguales. Se hiso distinto y único, ahora le llamarían Creador de todo. Primero hiso la luz y (texto ilegible por exceso de tinta) algunos ángeles le siguieron y otros siguieron a la oscuridad, escondidos en los sonidos de los nombres no dichos por el Creador (texto ilegible) carne. La mujer intuyó que la verdad yacía en el cuerpo, en el placer y la decadencia, el volver a la nada. El hombre la acompañó en esta senda, pero el ángel traidor los castigó con la muerte y el trabajo en lo que él llamaba Tierra. Juanita y Santiago, Santiago y Juanita, Juanita con Santiago, Santiago con Juanita.
Algo está saliendo mal en mi ritual con los nombres, eso está claro; no obstante, algo sí está funcionando. Hoy ya no veo el letrero de PARE. He consultado a mi padre y a mi madre, incluso a mi hermano, y todos me aseguran que nunca hubo una señal de PARE. Ahora solo debo imaginar el barrio sin doña Irene y sin El Cid, prescindir de esos horribles conjuntos residenciales, visualizarme a mí mismo sin mi introspección, contemplar el espacio desprovisto de objetos y ser, verme ocupando el espacio y el tiempo exactamente como deseo. Y por último, insistir en que papá cambie de una vez por todas de fotocopiadora.
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