Por: Ana María Parra Figueroa
No sé vivir si no es entre estas nubes y montañas, será porque soy un animal de tierra y sangre fría, de monte, de los que no migran y hacen nicho.
Vivo estas calles, me pierdo en ellas, es fácil encontrar cosas que estoy segura no se podrían ver en otra ciudad sino Bogotá, tienen una identidad extraña, de los lugares más sombríos, pueden en ocasiones escapar las fugas de color más impresionantes o una oscuridad podría aplastarte.
Me molesta que la gente crea que solo lo excepcional puede generar impacto, enaltecer, a menudo cuando se habla de Bogotá, se piensa en lo verdes que son los cerros y el increíble contraste que se da, al compararlos con los azules intensos del cielo y los esponjados nubarrones o los atardeceres anaranjados que conmueven a quien los encuentra de frente.
Lamento que no se maravillen con los contrastes de esta ciudad, también de alcantarillas malolientes, en la que puedes pasar de vivir en un drama hasta en la comedia más hilarante en cuestión de minutos. Me temo que todos aquí somos animales de monte y nos aburrimos cuando nos despiertan con la bulla de tambores o canciones alegres en transmilenio, cuando hace demasiado sol, en esos días en los que la ciudad está desordenada por alguna protesta y tienes que pasar horas intentando salir del caos, o al escuchar los raperos impertinentes que exaltan alguno de tus defectos, cuando la rutina te está desdibujando la esperanza.
En mis ires y venires en esta ciudad, me he encontrado con personas extraordinarias, extrañas, intimidantes, me encanta conversar con ellas, sacarles sonrisas inesperadas, saber que cada una tiene una historia en versiones diferentes de esta ciudad, que viven un montón de aventuras, similares o aún más increíbles de las que yo puedo experimentar en cualquier de mis días.
Creo que eso es lo que no se cuenta en los poemas y escritos adornados de añoranzas y nostalgia, de figuras literarias. La gente que algunas personas evitan ver, los invisibles, son los que destellan dentro de los marrones y grises de los edificios, Esas personas son las que hacen tan especial este lugar, las que la convierten en un lugar vivo, absorto en las polifonías.
Los colores de Bogotá no son solo de los paisajes, son las personas que la caminan, esta ciudad es de andares, de recorrer cada rincón. Es la ciudad de los invisibles, que terminan siendo el corazón de esta tierra fría.
No sé de Bogotá sin esas personas, no me reconozco en ella si no puedo encontrar a uno de sus personajes en las esquinas. La ciudad que suelo caminar y recordar, es la que está llena de matices, la que se encuentra entre el paisaje de nubes y montañas, en los edificios grises y marrones, en las casitas de colores y en las caras de felicidad, de angustia, de rutina en quienes cuentan de viva voz su historia y la unen al barullo de su día a día.
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