Por: María Alejandra Navarrete
Ordené un poco la mesa del comedor. Me senté y puse los pies descalzos sobre la baldosa. Qué bien se sintió el frío pasando por los dedos hasta los dos empeines rechonchos, hinchados por el sobrepeso que me acompaña desde la pandemia.
Abrí el computador. En el correo electrónico encontré las notificaciones de gastos del banco, la invitación a un encuentro de egresados, tips de alimentación y el recibo de Uber luego de mi cita con el neumólogo.
Cerré la ventana y abrí el buscador para rastrear la carpeta que hacía tanto no usaba. Doble click en ‘Textos’. Suspiré. De qué se supone que iba a escribir. De la vida de una treintañera sin nada sexy por contar. Una mujer de una capital que nunca es noticia, que limpia arena de gato todos los días y que no puede sentarse en el pasto porque le pican las piernas.
Eso me hace pensar que lo único raro que me pasa es que vivo la mitad del tiempo enferma. Nunca de nada grave. Siempre algo me falta, algo me afecta, algo me cortan, algo me duele, algo me rasca, algo me llora, algo me sangra, pero todo me deja vivir.
Empecé a escribir respecto a que no tenía nada que escribir. Escuché a las tres gatas hacer turnos para tomar agua en las cocas de cerámica que les compré, dos cocas para compartir el agüita fresca que les pongo directamente desde el grifo del baño.
Escuchar sus lenguas en el agua me hizo pensar en Doris Lessing y en sus gatas. En ella viéndolas, contemplándolas, porque yo misma me he visto viendo a mis gatas sin otra razón más que su existencia. Luego imaginé a Lessing sentada escribiendo sobre lo que había visto. Tal vez yo podría ser ella esta noche.
Subí una pierna en la silla del frente y miré el pie por el vidrio de la mesa. Pensé que a veces creo que no me puedo acomodar. Me sentí cansada. Me sentí triste. Hacía unos veinte minutos les había escrito a mis hermanos y a mis papás sobre la bomba en el hospital. Sobre la mentira de las pruebas. Nadie contestó salvo una de mis hermanas. Me había sentido decepcionada con su respuesta.
Descubrí que por eso había salido a la sala, había limpiado la mesa, había abierto el computador y había creado un archivo en la carpeta. Porque sí es cierto eso que dice la gente que dicen los escritores sobre escribir, que es lo mismo que dice Nicolai Fella cuando dice que escribe canciones para calmarse.
Entró una llamada. Era mi mamá. Hablamos unos 15 minutos y nos pusimos al día. Le conté que había ido a la casa, que los gatos estaban bien, que había regado las matas, que antes había ido al neumólogo porque estaba teniendo problemas para respirar; le ayudé a pagar el recibo del agua, tosí un poco esperando, tal vez de manera inconsciente, un cariñito enviado por ella desde Tampa. Al fondo mi papá me hizo preguntas sobre la ida al médico y prometió ayudarme a conseguir un medicamento que necesitaba.
Colgamos. Me sentí mejor. Pensé que mis papás están envejeciendo, que me alegraba que estuvieran en casa de mi otra hermana, al menos por unos días. Pensé que cuando se mueran, me voy a quebrar, se me va a partir la vida. Porque sí, han cometido errores graves, pero me han amado y yo a ellos. Son mis papás y yo estoy hecha de ellos.
Más temprano ese mismo día, el neurólogo me preguntó por las enfermedades de mis papás. Mi mamá no tiene nada, es la mujer más sana que conozco. Mi papá en cambio vive con varias enfermedades crónicas. Como yo. Porque estoy hecha de ellos. Como dije, vivo la mitad del tiempo enferma. La otra mitad de salud se la debo, quizás, a mi mamá.
San se subió a otra de las sillas del comedor. Se rascó la cabeza con la base del asiento y estiró sus patitas totalmente consciente de que la estaba mirando. Empezó a lavarse las patas garra por garra, metiendo la lengua entre los pliegues. Luego siguió con uno de los muslos hasta llegar a la cola.
Tuve que bajar la pierna y ponerme los zapatos porque empezó a hacer más frío. Me hubiera puesto medias pero me aprietan y usualmente me dan calor. Según mi mamá, el abuelo, papá de mi papá, me quitaba las medias cuando era bebé y se metía mis pies a la boca. Unos pies gordos de beba. No como los de ahora, de la gordura pospandemia.
Recordé el video en el que vi que había un bebé muerto como consecuencia del misil que lanzaron al hospital. Un bebé con su barriga llena de sangre. Un bebé desgonzado en los brazos del señor que contaba todo el horror con la expresión de su cara. Ese bebé también tenía pies de empanada. Unos pies que seguramente habían sido besados y que alguien había metido en su boca. Unos pies que tal vez todavía no habían logrado la firmeza necesaria para que el niño caminara solo.
Lloré. Gemí. Tosí. Fui al baño a escupir un poco. Me calmé de nuevo. Como el Fella. San ya había terminado de bañarse y ahora dormía tranquila en la silla.
Faltaba una hora para que Felipe llegara. Se había ido al estadio con su hermana. Pensé en que le mostraría esto que escribí y que ojalá le gustara. Durante todo ese tiempo sentada en el computador, luché con la idea de mencionarlo a él. Porque me sentí comprometida con el hecho de que en algún momento se iba a esperar que, al ser mujer heterosexual, tendría que hablar de mi pareja. Porque los hombres que son esposos siempre tienen que aparecer en los relatos.
Felipe me regaló el libro de Lessing que leí. Me lo compró luego de haber trabajando en la Feria del Libro de Bogotá, vendiendo las novedades de una editorial prestigiosa. Él, en medio de ese mundo desagradable de los conocedores de la cultura, me había regalado la belleza. “Cómo no iba a aparecer en el relato”, pensé. Decidí entonces mencionarlo por el amor con el que compartimos la vida, porque el patriarcado no puede arrebatarnos eso. Deseé que llegara pronto.
Me tranquilizó recordar que no tenemos hijos y que posiblemente no vamos a tener. Como dije, vivo la mitad del tiempo asumiendo que me van a cortar más cosas. Un ovario más, un ovario menos.
Habíamos estado viendo por esos días la serie inspirada en El Cuento de la Criada de Atwood y esa noche especialmente me estaba sintiendo como June: desgarrada por sus maternidades saboteadas, sumergida en el dolor del absurdo que es Gilead. La verdad no pensaba en mi maternidad saboteada por la enfermedad, sino por esas vidas rotas que dejó el misil.
Me escuché y me sentí como una usuaria de Twitter. Me repudié. También sentí certezas. Sí creo que las certezas se sienten. Sentir algo no es tener certeza sobre eso. Pero construir una postura a partir de la complejidad de los procesos y generar un sentimiento al respecto, sí puede hacer que una sienta una certeza.
Ya no me dolía tanto el pecho. Ya podía respirar mejor. La inyección del doctor había funcionado. También aguantarme el asco de usar un inhalador que probablemente había usado él con otros pacientes.
El otro dolor del pecho todavía no había desaparecido. Me acompañaría más tiempo. Deseé que esa noche pudiera dormir mejor. Que el ahogo no se fusionara con las imágenes del hospital, en una pesadilla vívida.
Foto de Fernanda Latronico tomada de: pexels.com