Por: Norah Coransky
Mis muy queridos amigos de la verdad, de la que cada vez estamos más cerca. No acostumbramos hacer esto, pero considero que esta carta que uno de nuestros asiduos lectores nos remitió, nos puede dar pistas para una muy necesaria aclaración.
Decían que los europeos llegaban aquí porque era la ciudad más culta del país, pero en realidad era porque nadie más iba por allá. ¿Quién se iba a aguantar ese frío tan cabrón?
El viejo Reichter, (o Richter, nadie sabía muy bien cómo se pronunciaba) en especial se había hecho una quinta hacia las afueras, pegada al único bosque que quedaba, disque porque le recordaba a su ciudad natal. Y claro, es que para ellos el frío de aquí debía ser como la primavera de su pueblo natal. Además, en Santander, que era el otro sitio donde llegaban los alemanes, con todos los que había en lugar de pasar desapercibidos por ahí los reconocía un tío o un sobrino al que le debían plata.
Eso sí, el viejo Adolfo era de pelo oscuro, aunque la cabeza ya se le estaba poniendo bien rucia, debía estar por un poco más de los 60. La esposa, doña Eva, era más joven, una señora rubia, muy bien arreglada, que debía estar por los 40. Era la única de los dos que hablaba un español medio trancado. A veces iba a La Marsella, en el Pasaje Vargas, a tomar té con alguna dama de alcurnia de la élite tunjana.
El viejo bajaba a misa todos los domingos, se hacía en la última banca y a la salida, se iba para el Club Boyacá y pedía una changua con dos huevos y para la señora un caldo de costilla. O bueno, hacía que ella lo pidiera.
Decían que había llegado por un sobrino, un tal Federico Richter. Decían que él había venido de Brasil para poner una fábrica de velas y otra de jabones. Por eso siempre iba a comprar sales y esencias al almacén de suministros que quedaba en la Carrera Novena. Cada vez que iba, el tipo le pedía a doña Martha, la dueña, que le mostrara todas las esencias, y olía cada una, y siempre escogía uno diferente y se lo llevaba al tío.
Eran de los pocos que tenían carro en la ciudad en esa época. Era de una marca rara, que no se vendía en el país, porque en esa época sólo se conseguían carros franceses o americanos. Decían que lo habían traído del puerto, desarmado entre las cajas de la mudanza, y que entre los veintitantos trabajadores que llegaron para acondicionar la casa, también había un mecánico, de ojos muy azules, que ensambló el carro. Pero como en la misa don Adolfo era el que daba la limosna más alta y además donaba un marrano completo para las verbenas, nunca le habían reclamado nada.
Además de las esencias, el sobrino le llevaba unos diez kilos de carne todas las semanas. Nunca recibían visitas, solo al sobrino, por lo que decían que tenían un hijo bobo encerrado en alguna habitación de la casa, o incluso en la escuela los hijos del carnicero decían que era para los niños que la pareja se robaba cuando se metían a jugar en los linderos de su finca. Pero en realidad necesitaba toda esa carne porque el fin de semana le preparaba un bistec a sus perros. Eran dos pastores alemanes de unos 50 kilos cada uno, que habían despedazado a un baquiano que intentó entrar a la casa para robarse los pendientes de esmeralda con los que doña Eva fue a la cena de Año Nuevo en el Club. El pobre duró unos días pidiendo monedas en la Plaza de Bolívar, la gente se sorprendía cuando se les acercaba rengueando y veían el muñón de nariz infectado y la oreja izquierda rasgada.
Luego de un par de años, don Adolfo dejó de bajar a la misa, pero el sobrino le seguía llevando los diez kilos de carne a la hacienda, sagradamente, cada domingo. Luego, un día, llegó con un muchacho de unos 30 años. Estuvieron un rato dando vueltas por la plaza, fueron a almorzar en el Club, y luego subieron a la hacienda en el carro. Los que lo escucharon hablar en el café decían que se llamaba Adolfo también, tenía la misma cara redonda y pálida del viejo, pero el pelo rubio. El joven bajó al día siguiente caminando y tomó el primer bus para la capital. Mi abuelo murió por esa época y ya no supe nada más de la pareja.
Solo sé que algunos viejos incluso decían que era de la zona de Antioquia, porque en el poco español que hablaba los llamaba a todos de “vos” y no de “usted” o “sumercé” como se acostumbraba allá, aunque el acento no concordaba. Claro que en este pueblo no tenían mucho más con qué comparar. Dicen que la hacienda la vendieron y la lotearon, y no volvió más ni el sobrino ni el otro muchacho.
Hasta aquí nuestra revelación de hoy queridos lectores. ¿Sorprendidos? Juzguen ustedes.
Foto de Wendel Rocha de Oliveira tomada de pexels.com