Por: Juan Felipe Rivera Pardo
A propósito de la época electoral que se desarrolla por estos días, no sólo en nuestro país sino en varios de Latinoamérica y el mundo, y viendo las pasiones y tendencias que se mueven a nuestro alrededor, no pude evitar recordar a Trasímaco, pensando que tal vez la mayoría de mis conciudadanos le darían su apoyo sin pensarlo dos veces.
Como algunos recordarán, Trasímaco es uno de los personajes que aparece en La República, la obra cumbre de Platón, el filósofo griego del siglo IV a.e.c. Para aparecer en apenas unas veinte páginas de las casi quinientas que tiene la obra, Trasímaco es un personaje que causa gran recordación. Y no solo en los lectores, sino que, en la misma obra, pues se puede decir que en los siguientes nueve libros de los diez que componen la República, Sócrates y sus compañeros de diálogo se dedican a intentar demostrar que las ideas de Trasímaco no son tan sensatas como suenan de primera mano.
¿Cuáles son esas ideas? Comencemos por recordar que se está discutiendo y lo que se tratará de resolver a lo largo de todo el libro: ¿qué es la justicia? El problema no es, pues, como muchos creen, cuál es el mejor sistema de gobierno (¿el mejor en qué sentido?, preguntaría Sócrates).
Hay que recordar que la preocupación política de la Antigüedad, a diferencia de nuestro sistema moderno, tiene que ver con la virtud o excelencia de los ciudadanos. Es decir, esta preocupación tenía un trasfondo ético. A diferencia de nuestro sistema contemporáneo que se preocupa más bien por la legalidad o mejor la legitimidad de la ley o su carácter vinculante (aunque en este sentido los teóricos de la política contemporánea podrían aclararnos un poco más a qué se dedican).
Es decir, a nuestro sistema no le preocupa si los ciudadanos son buenos o cómo pueden ser mejores, o qué forma de vida es mejor, sino que le preocupa que la ley se cumpla para que así quede un espacio otorgado por esta dentro del cual cada uno pueda ejercer su libertad y ser tan bueno o malo como le apetezca.
Ahora bien, dentro de este panorama, lo que plantea Trasímaco es, palabras más palabras menos, la ley del más fuerte. Es decir, lo justo, o la mejor vida, es aquella en la que cada uno pueda satisfacer sus deseos y necesidades sin que nada se le oponga. Es decir, que cada uno pueda satisfacer sus deseos y necesidades sin límite es el ideal de vida.
Así, si yo deseo tener cualquier casa en la playa, cualquier automóvil de lujo o helicóptero privado, seré más feliz. Lo mismo si puedo beber todo el champagne, Coca-cola y vino francés que quiera, o bien comer todo el caviar, hamburguesas bañadas en oro o sopa de aletas de tiburón que desee. Así mismo, si puedo satisfacer mis deseos sexuales con cualquier super-modelo, estrella hollywoodense, deportista famoso, hombre, mujer o niño que quiera. Es más, y si puedo hacerlo en cualquier playa tailandesa, chalet suizo, rascacielos chino o yate qatarí que me plazca. Eso, dice Trasímaco, es la mejor vida imaginable para el hombre (¿antiguo tanto como moderno?).
Claro, algunos dirán que alguna combinación de los factores mencionados puede ser ilegal para nuestro desánimo. No importa, dice Trasímaco, porque el secreto es ser injusto sin parecerlo, es decir, sin tener que pagar las consecuencias.
Unas páginas más adelante, en el libro II de la República, Platón nos pone el ejemplo del anillo de Giges, que no es sino el mismo anillo de Frodo, que al ponérselo hace invisible a su portador y le permite cumplir cualquiera de sus deseos de nuestra lista trasimaqueana, sin consecuencia alguna más que la propia satisfacción feliz. El paraíso habría que decir.
Claro, este es un artilugio de ficción, pero Trasímaco, como sus votantes, está convencido de que hay un hombre en el mundo real que consigue esta felicidad plena. Los tiranos, dice él, que se imponen sobre todo su pueblo, les quitan los bienes y además hacen la ley para que su comportamiento sea legal, cualquier Luis XIV, regente de mansión Playboy o futbolista hipermillonario o pop-star con paraísos fiscales incluiría Trasímaco en esta lista.
Por un momento, todos estamos de acuerdo, tomaríamos el anillo de Frodo, robaríamos un yate de tres pisos para fugarnos con Dua Lipa a las playas de Fiji. Sin embargo, Sócrates va a diagnosticar a Trasímaco con una enfermedad del alma (que hoy nosotros la llamaríamos una enfermedad ética, tal vez no psicológica): pleonexia, el desorden de los deseos que lleva a querer mapas de lo que podemos necesitar o siquiera utilizar.
Eso, querido Trasímaco, dice Sócrates, no es ninguna excelencia, no es la felicidad, ni representa el florecimiento de tu humanidad. No solo por el hecho de ser un deseo desbordado, sino porque es un error de cálculo al poner la felicidad en bienes externos, que van y vienen y cuyo fluir es hasta cierto punto azaroso, como el placer y el dolor.
Entonces, debo preguntarme si tal vez, luego de haberme comido la hamburguesa bañada en oro en la suite presidencial del Hilton de Abu-Dabi, con un niño prostituto de once años yaciendo a mi lado, si acaso entonces seré feliz.
Tal vez, dice Sócrates, para lograr el pleno florecimiento de nuestra humanidad debemos dejar de procurarnos bienes externos que pueden ser robados por algún hombre injusto o tirano, y preocuparnos por bienes internos, de nuestra alma, que no nos robarán. Para alcanzar la felicidad, y la excelencia, es preciso poner orden a nuestras pasiones, tanto del alma como del cuerpo. Es decir, es necesario conocer esas pasiones y, no tanto desaparecerlas, sino al menos controlarlas.
Tal vez más importante es cómo Sócrates nos señala los problemas y la inviabilidad de la justicia. Un ejemplo claro es cuando, en el libro VIII, se crítica a los gobiernos oligárquicos. Sócrates dice que lo inconveniente de que exista un pequeño grupo de ciudadanos muy ricos y una mayoría muy pobres es que esto destruirá al estado en que acontezca al hacer que esté dividido y enfrentada entre estas dos facciones tan marcadas, haciendo que se destruya. Por tanto, no permitirá que todos los ciudadanos florezcan en su excelencia humana y, por tanto, es injusto.
Nuestra invitación, y creo hasta cierto punto la de Platón también, no es a seguir religiosamente los planteamientos de Platón o Sócrates, sino a perseguir sus mismas preguntas, ver si tenemos cada uno nuestras pasiones y deseos desordenados o, si acaso, no somos, ignorantes de nuestra interioridad, seguidores inconscientes de Trasímaco. D
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